Uruguay o la paradoja de la confianza
A diferencia de lo que ha ocurrido en la Argentina, en la vecina orilla, el diálogo y los consensos han sido una política de Estado, al igual que la generación de seguridad jurídica
- 8 minutos de lectura'
Mientras los argentinos han fugado capitales durante décadas, la República Oriental del Uruguay los ha recibido, no solamente de la Argentina, sino de todo el mundo pues su riesgo país, que ronda los 85 puntos básicos, es el más bajo de la región. Este año la agencia Moody’s aumentó su calificación dos escalones por encima del grado inversor por la solidez institucional y el cumplimiento continuo de la “regla fiscal” introducida en 2020.
Ese flujo sostenido de fondos externos se debe a la confianza en sus instituciones, la mejor garantía de que honrará sus compromisos. En Uruguay, el diálogo y los consensos son una política de Estado, siendo los dirigentes muy conscientes del valor que tiene la seguridad jurídica para el bien común. Como ejemplo, valga la actitud de Luis Lacalle Pou, presidente saliente, y de Yamandú Orsi, electo por el Frente Amplio, quienes ya están trabajando para asegurar una transición ordenada. Además, ambos se presentarán juntos en la la cumbre del Mercosur, que se realizará en su país esta semana.
Con una población de 3,5 millones de personas, nuestro vecino ostenta el tercer PBI per cápita de América Latina (US$ 30.170), superior a la Argentina (US$ 26.400), similar a Chile e inferiores ambos a Panamá (US$ 45.000). La pobreza solo alcanza al 10% de la población, frente al 50% que heredamos del kirchnerismo.
Sin embargo, a pesar de tantos logros, no toda la población está satisfecha y en el reciente balotaje la mayoría ha votado por un giro a la izquierda. Ocurre que Uruguay es un país “costoso” para sus habitantes, con un Estado grande, pletórico de gratuidades, con demandas sociales cada vez mayores y carente de una economía tan productiva como para sostenerlo. El salario más alto en dólares de América Latina contrasta con una economía que creció solo el 1%, en promedio, en la última década, aunque se recuperó después de la pandemia, durante la gestión de Lacalle. Según el Centro de Estudios para el Desarrollo (CED), Uruguay no solo tiene el costo de vida más elevado de Sudamérica, sino también uno más caro que varias naciones europeas.
En Uruguay, existe un horizonte inquietante en materia jubilatoria, ya que la población crece a una tasa del 0,2% por año y el 16% tiene más de 65 años de edad
Quienes viven de un sueldo, por más que en dólares sea una cifra inusual para la región, sienten que se les diluye en las compras diarias, la cuenta de electricidad, el costo del combustible, las tarifas de transporte, los servicios personales, el impuesto a las rentas de personas físicas y los aportes previsionales. No advierten que mantener tantas reparticiones, programas y organismos – la “zona de confort” que no se resignan a cambiar– no es gratuito y su costo se hace presente en forma cotidiana en todo lo que pagan.
Ese sorprendente desencanto, en un país que luce como estrella sudamericana, se completa con la percepción de que el crecimiento pospandemia se ha repartido de forma desigual entre quienes han prosperado haciendo negocios y quienes viven de las arcas estatales. En Montevideo y Canelones, bastiones del empleo público y decisivos en las elecciones, se votó por un cambio en la distribución del ingreso.
Sin embargo, en la campaña nadie quiso poner el dedo en la llaga. Como dice el título de este editorial, Uruguay sufre la “paradoja de la confianza”, una variante oriental de la conocida “enfermedad holandesa”. En los años 60, el descubrimiento de gas en el Mar del Norte generó en Holanda un gran ingreso de divisas que apreció el tipo de cambio, aumentó el poder adquisitivo de la población e incrementó el costo laboral de las industrias tradicionales, afectando su competitividad. En Uruguay, la fortaleza de sus instituciones –como el gas holandés o la soja argentina– le permite financiar su déficit público con ingreso de capitales evitando el ajuste fiscal necesario para no depender del crédito externo. Con un déficit fiscal del 4,5 % del PBI, la carga de intereses es cada vez mayor. La deuda neta del sector público asciende a 34.000 millones de dólares, equivalente al 43% del PBI, y tiende a aumentar pues no se prevé un crecimiento tan sólido de la economía para que los impuestos cubran el faltante.
Con más de 1.700.000 personas ocupadas y poco desempleo (8%), Uruguay tiene más de 310.000 empleados públicos en los tres poderes nacionales, 19 intendencias, juntas departamentales, Congreso de Intendentes y 14 empresas públicas. Casi la mitad se registran en ANEP (educación), Udelar (universidad) y ASSE (servicios de salud) lo cual refleja bien las prioridades del gasto público uruguayo, equivalente al 30,7% del PBI. En la Argentina, con una proporción histórica del 25%, aumentó al 40% durante el kirchnerismo con jubilaciones sin aportes, planes sociales, tarifas subsidiadas y expansión del empleo en las provincias, bajando al 34% en 2024.
Los votantes del Frente Amplio piden más Estado sin advertir que el problema es su exceso
Además, existe en Uruguay un horizonte inquietante en materia jubilatoria, ya que la población crece a una tasa del 0,2% por año y el 16% tiene más de 65 años de edad. La seguridad social está en crisis pues sólo con los aportes no se sostiene. El Banco de Previsión Social (BPS) ya se refuerza con el 7% del IVA más todo el Impuesto de Asistencia a la Seguridad Social (IASS), pagado por los jubilados, aunque no alcanza. Como dijo el expresidente José “Pepe” Mujica: “Somos un país de viejos”. Viejos que habrá que mantener dignamente con los frutos de una economía sana, con elevado nivel de inversiones y alta productividad.
Pero, aunque se trate de funciones esenciales, la dimensión de lo público debe ser proporcional a la capacidad de pagarlo. Y ese equilibrio debe lograrse con flujos sostenibles en el tiempo, no bastando “impuestazos” ideológicos que desalienten al sector privado, su único sostén posible y cuya productividad depende de la inversión.
Sin embargo, los votantes del Frente Amplio esperan la vuelta al “modelo de crecimiento inclusivo” de sus gestiones anteriores (2005-2020), con más gasto social para reducir la desigualdad. Piden más Estado, sin advertir que el problema es su exceso, no su defecto. Por su parte, la gestión de Lacalle Pou se pareció al gobierno de Mauricio Macri, dadas las restricciones políticas de ambos para achicar el tamaño del Estado. Lacalle tuvo obstáculos impensados como la pandemia, la crisis hídrica y las distorsiones cambiarias de la Argentina que superó con éxito. Basó su programa en “buena gestión” con obras públicas, contención de gastos corrientes y control de la inflación con altas tasas de interés que le permitió mantener el ingreso de capitales para sus necesidades de tesorería.
Ante el “atraso cambiario”, los sectores exportadores reclaman la baja de esa tasa para que se deprecie el peso y aumente el dólar. Ello implicaría relajar la política contractiva enfocada en reducir la inflación, que este año cerrará en el 5,5% con una economía que crece al 3,5%. Como en la Argentina, la solución de fondo no es devaluar, sino reducir el gasto público y aumentar la productividad del sector privado para que, con crecimiento, pueda financiarlo de forma sustentable.
La gestión de Lacalle Pou se pareció bastante al gobierno de Mauricio Macri, dadas las restricciones políticas de ambos para achicar el tamaño del Estado
El Frente Amplio ha anunciado que el ministro de Economía será Gabriel Oddone, un respetado académico objetado por el grupo más radicalizado de ese espacio, por considerarlo demasiado conservador. Según sus declaraciones, su objetivo será “priorizar la sustentabilidad fiscal”. Lo más probable es que proponga nuevos impuestos e intente contener gastos, ya que no puede esperarse que la izquierda haga las reformas que no pudo, no supo o no quiso hacer la coalición saliente. Pero lo recién sucedido en Brasil debe hacerlo reflexionar. También allí era urgente bajar el gasto estatal, pues la deuda pública ya ha alcanzado el 82% del PBI. Pero el gobierno socialista no se atrevió a hacerlo a fondo, provocando una fuerte caída del real, pues el mercado olfatea que no hay vocación de ajuste y que el déficit se agravará.
Uruguay se encuentra ante una paradoja de su propia autoría. Ha construido durante décadas una reputación inigualable de país confiable y esa reputación le permite vivir por encima de sus posibilidades productivas. A su vez, se encuentra constreñido a preservarla, so riesgo de dañar la viga maestra de todos sus logros económicos y sociales. La devaluación brasileña fortalece aún más el peso uruguayo y enciende alarmas respecto a la premura del ajuste: “sobre llovido, mojado”. Brasil es la novena economía del mundo, con un PBI de 2173 billones de dólares y una robusta base productiva, mientras Uruguay, que carece de esas fortalezas, con mucha inteligencia se ha desarrollado en base a algo tan intangible y frágil, como es la credibilidad.
Es de esperar que, también en este caso, prevalezca la sensatez como política de Estado, pues si la confianza se rompe, será muy difícil volver a restaurarla.