Una nueva afrenta presidencial
En lugar de escuchar el silencioso reclamo del 18-F, Cristina Kirchner insiste en agraviar a sus convocantes y en subestimar a quienes adhirieron a él
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner volvió a provocar a una amplia porción de la sociedad argentina al referirse con llamativo desprecio a la multitudinaria Marcha del Silencio realizada el 18 de febrero en homenaje al fiscal Alberto Nisman. El fin de semana último, emitió un largo mensaje en su página web, en el que sostuvo que esa masiva movilización constituyó el "bautismo de fuego" del "Partido Judicial", al que calificó como "nuevo ariete contra los gobiernos populares, que suplanta al Partido Militar en el rol que, en el trágico pasado, asumiera respecto de gobiernos con legalidad y legitimidad democrática".
De este modo, la primera mandataria acusó de golpistas a los jueces y fiscales que participaron de la marcha del 18-F, al igual que a quienes definió como los "poderes económicos concentrados" y el "aparato mediático monopólico". Y señaló que todos ellos buscan "desestabilizar al Poder Ejecutivo" y desconocer "las decisiones del Poder Legislativo", esto es, convertirse en "un superpoder, por encima de las instituciones surgidas del voto popular".
Las nuevas declaraciones de la Presidenta no pueden sorprendernos demasiado luego de que, poco antes de la realización de la marcha, la propia jefa del Estado expresara ante sus seguidores: "Nosotros nos quedamos con el canto, con la alegría; a ellos les dejamos el silencio". Había llegado al colmo de la intolerancia y de la falta de respeto hacia la libertad de expresión y hacia quienes eligieron marchar en silencio para rendirle tributo a un muerto, que no es otro que un fiscal de la Nación. Frente al duelo cívico, había optado, una vez más, por la frivolidad. A ella se unieron con su descalificación numerosos funcionarios y legisladores oficialistas, siempre propensos a seguirla sin permitirse la más mínima autocrítica.
Sin embargo, no puede dejar de causar lástima y dolor que quien debería actuar como la presidenta de los 40 millones de argentinos siga insistiendo, con particular saña y mortificación, en dividir al país entre "nosotros" y "ellos", basándose en un criterio tan disparatado como autoritario, que consiste en equiparar cualquier disidencia o crítica a su gestión con una conspiración, con una maniobra desestabilizadora.
La movilización del 18-F, lejos de los prejuicios que intentaron instalar funcionarios del gobierno nacional, fue ejemplar por la paz y el orden en que transcurrió. A tal punto que ni siquiera hubo expresiones ofensivas hacia la presidenta de la Nación. En este caso, la única que optó por la agresión, lamentablemente, fue Cristina Kirchner.
Sería equivocado negarle a la Marcha del Silencio un carácter político y, en cierto modo, un perfil opositor hacia la gestión gubernamental. Es que cualquier reclamo en favor de justicia independiente y en contra de impunidad se ubica hoy en las antípodas de la voluntad de quien ejerce el Poder Ejecutivo.
Hubo entre los manifestantes un razonamiento tan simple como fundamental: si el Estado no puede cuidar a un fiscal especial, ¿cómo puede cuidar al resto de la población? Sin dudas, se trata de una demanda a gobernantes que, en los últimos años, se han llenado la boca hablando de la revalorización del papel del Estado, pese a que la realidad nos indica que el fuerte intervencionismo estatal no ha significado más ni mejor Estado. Especialmente, para garantizar la seguridad de sus habitantes.
Constituyó la marcha también un apoyo de la sociedad a jueces y fiscales para que actúen sin miedo y con absoluta responsabilidad e independencia en todas las causas sensibles para el poder político.
La sociedad marchó contra la impunidad y es probable que eso haya sido lo que más le haya molestado a la primera mandataria, en momentos en que tanto ella y su familia como el vicepresidente Amado Boudou deberán someterse ante la Justicia por verdaderos escándalos que podrían conllevar desde negociaciones incompatibles con la función pública hasta lavado de dinero.
El 18-F representó, en síntesis, un profundo mensaje orientado a que la Justicia resista los atropellos de un poder político que pretende garantizarse impunidad y silenciar a los disidentes.
Confundir ese mensaje con un golpe de Estado sólo puede provocar tristeza y vergüenza, no exenta de cierto temor a que quienes hoy recorren el final de su ciclo político pretendan seguir el camino elegido por Nicolás Maduro en Venezuela de encarcelar sin respetar el debido proceso a dirigentes opositores y funcionarios elegidos por la ciudadanía.