¿Una muerte elegida?
Necesitamos normas que protejan la vida y garanticen una adecuada asistencia médica y hospitalaria más que leyes de eutanasia
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Cuando una sociedad golpeada por una pandemia agradece la abnegada e incansable labor del personal de la salud y reconoce los enormes esfuerzos que este realiza para defender la vida y el bienestar de cientos de miles de enfermos es que mucho hemos aprendido.
En tiempos normales, tres de cada cuatro argentinos mueren por enfermedades crónicas de previsibles desenlaces. Ocho de cada diez lo harán en una institución y solo dos en sus casas, lo cual habla de un sistema que busca más asistir en la enfermedad que acompañar al enfermo y su familia integralmente en esa dura etapa. Para muchos, el ideal del “buen morir”, en cercanía de los afectos, en paz y con un umbral de sufrimiento tolerable, debería concretarse en el propio hogar, tomando distancia de una muerte medicalizada, con tratamientos invasivos o encarnizados. La rama de la medicina que busca asegurar un final de la vida que reconozca la dignidad de la persona y le brinde una atención personalizada, multidisciplinaria y adecuada es la de Cuidados Paliativos, incluida en el Plan Médico Obligatorio.
Desde hace un año y medio, contando ya con la aprobación del Senado, aguarda tratamiento en la Cámara baja un proyecto de ley conocido como la ley Alfonso, por un joven cordobés fallecido en 2019 por una enfermedad neurológica incurable diagnosticada en 2014. Propone garantizar el acceso integral a estas prácticas para pacientes en condiciones irreversibles cuando hoy en nuestro país apenas un 10% de los pacientes incurables reciben sus beneficios con pocos centros y profesionales capacitados a dichos fines. Junto a otros dos proyectos, la ley de buena muerte y la de interrupción voluntaria de la vida podrían debatirse este año.
La rama de la medicina que busca asegurar un final de la vida que reconozca la dignidad de la persona es la de los Cuidados Paliativos
“Elegir cómo morir tiene que ser un derecho de vida”, demandaba Alfonso. Una afirmación que desconoce que el alma humana no es dueña de la propia vida y que la libertad de elegir está subordinada a la dignidad de la vida.
Colombia, Canadá, Países Bajos, Bélgica, Nueva Zelanda, Luxemburgo, Portugal, España y algunos estados de EE.UU. cuentan con leyes que, desconociendo aquel principio, consagran el supuesto derecho a terminar con la vida de un paciente a su pedido. Los proyectos de ley en la Argentina prevén que la práctica sea solicitada por enfermos mayores de 18 años, argentinos o con residencia permanente en nuestro país, plenamente capaces. Por considerarse una decisión indelegable, ante la eventual inhabilidad por progresión de la enfermedad, solo habilita el procedimiento si hay directivas anticipadas del paciente acreditadas ante escribano público o ante dos testigos. También contempla una evaluación psicológica, puesto que la experiencia extranjera indica que casi un tercio de quienes solicitan el procedimiento pueden estar atravesando una depresión, e incluye la objeción de conciencia por parte del médico, obligado a garantizar el derecho.
En la Argentina, desde 2012, rige la ley de muerte digna, conocida como “eutanasia pasiva”, que permite el cese en la atención médica ante un pronóstico irreversible, con la anuencia del propio paciente o de su familia para evitar así prolongar de manera artificial un sufrimiento. En el supuesto de incapacidad del paciente, dicha ley prohíbe taxativamente las prácticas eutanásicas.
El caso del famoso actor francés Alain Delon reabrió el debate luego de que, según se informó, expresara a su hijo su deseo de recurrir a la eutanasia para terminar con el deterioro al que lo expuso un ACV
El doctor Carlos Soriano, emergentólogo e intensivista impulsor de la ley de “muerte digna” en Córdoba y cercano a Alfonso, afirma que la labor del médico consiste no solo en salvar vidas, sino también en velar por una muerte en paz. Los proyectos en estudio plantean eufemísticamente introducir al sistema de salud pública la “prestación de la ayuda necesaria para que el paciente pueda morir dignamente”. Esto no es igual al permiso para suspender un tratamiento, como en el caso del retiro del respirador que mantiene vivo a alguien en estado vegetativo irreversible. La ley de eutanasia implicaría la acción activa de inyectarle una sustancia al paciente para provocarle la muerte. En otras palabras, en muchos casos hablamos de un “suicidio asistido”. Si encontrara consuelo o atención a su dolorosa necesidad, probablemente continuaría aferrándose a la vida.
Desde un ángulo puramente mercantil es cierto que el sistema sanitario se ahorra los costos asociados al cuidado del paciente si este muere, mientras que promover los cuidados paliativos es brindar una atención humanitaria hasta que la muerte acontezca naturalmente. En países en los que esta ley de eutanasia rige, se ha comprobado que actúa peligrosamente también como un “efecto llamada” para personas psicológicamente vulnerables.
En estos días, el caso del famoso actor francés Alain Delon, de 86 años, reabrió el debate luego de que, según se informó, expresara a su hijo su deseo de recurrir a la eutanasia para terminar con el deterioro al que lo expuso un ACV sufrido en 2019.
Plantear el tratamiento de estos proyectos cuando aún resuenan dolorosamente tantas pérdidas de vidas de compatriotas habla de una preocupante falta de sensibilidad
Los criterios para evaluar un sufrimiento intolerable que permita reclamar la muerte son absolutamente subjetivos, como la propia ciencia médica reconoce. Promover la eutanasia sin haber ampliado el alcance de los cuidados paliativos es otro paso hacia la instauración de una nueva ética, con una reinterpretación perversa de “nuevos derechos” con el hombre como vértice, sin respeto a la ley natural, ni a la religión y sin protección jurídica.
El escritor Michel Houellebecq expresaba con vehemencia que “una civilización que legaliza la eutanasia pierde el derecho al respeto”, y la describía como “una inédita ruptura antropológica” cuando la civilización ha logrado ya suprimir el sufrimiento físico y la antinomia “morir o sufrir” no es más válida.
Podemos distinguir situaciones en las que el compromiso de los profesionales de la salud adquiere matices no solo diversos, sino incluso opuestos: mientras algunos entregan su vida para ayudar a los demás a vivir, otros acceden a matarlos. Se plantea entonces que no se trate de un acto médico sino, por el contrario, de la corrupción de la medicina. En realidad, no es en el marco de una crisis sanitaria que golpea tanto en el que deberíamos abordar cuestiones tan delicadas que dividen opiniones.
Más que nunca necesitamos leyes que protejan la vida y aseguren la asistencia médica y hospitalaria adecuada hasta el último aliento. Plantear el tratamiento de estos proyectos cuando aún resuenan dolorosamente tantas pérdidas de vidas de compatriotas habla de una preocupante falta de sensibilidad. Una vez más, debemos priorizar la búsqueda de consensos más que sembrar la división instalando debates éticos de difícil abordaje.