Una máquina engranada: el desafío del día después
La Argentina debe comenzar a trabajar en un plan que, en su momento, exhiba una capacidad de recuperación sólida, sostenible y duradera
La crisis del coronavirus ha dado lugar a incontables análisis y predicciones sobre el futuro de la sociedad moderna. Hay quienes auguran una toma de conciencia colectiva y un regreso a formas más humanas de organización, basadas en la igualdad y la solidaridad. Otros revalorizan los sistemas autoritarios de países asiáticos respecto de las democracias liberales de Occidente, por su capacidad de ordenar conductas utilizando la vigilancia digital en forma masiva. Todo esto abre, a su vez, un debate acerca de los derechos individuales frente a la intromisión del Estado.
Existe coincidencia en que, cuando esta pesadilla termine, deberán reforzarse los mecanismos de coordinación entre las naciones, cada vez más desafiadas por fenómenos de incidencia mundial, como el calentamiento global o la contaminación de los océanos.
En el orden económico, también hay un debate que se agudizará en las próximas semanas. La cuarentena es la mejor vacuna contra el coronavirus, pero, a la vez, paraliza la economía, cortando los flujos de ingresos hasta un punto que puede ser catastrófico. Y sin actividad privada, los Estados verán disminuidos sus ingresos justo cuando mayor necesidad de gasto tienen.
Mantener un equilibrio entre ambas exigencias es uno de los mayores desafíos para todos los gobiernos del mundo. Y ninguno tiene claro cuál será el protocolo en caso de que la pandemia obligue a extender la parálisis productiva durante varios meses más.
A nivel local, no hay mucho espacio para filosofar. El virus ha asestado un golpe impiadoso en el corazón del conurbano, donde hay cerca de cuatro millones de personas que no tienen ingresos regulares que les permitan sobrevivir sin trabajar. Otros carecen de hogares con mínimas comodidades para cumplir con la cuarentena, ni tienen dinero para comprar alimentos.
La decisión del gobierno nacional de otorgar un subsidio de 10.000 pesos a los sectores de menores ingresos está en la dirección correcta. También el aumento a médicos y enfermeros para reducir el ausentismo en sanatorios y hospitales. Esas medidas completan el paquete por 700.000 millones de pesos ya anunciado para atemperar el impacto negativo sobre quienes producen y quienes trabajan. Es una emergencia sin precedente y debe actuarse con celeridad aunque las cuentas públicas no cierren.
Ahora bien, cuando esta crisis termine, muchos países podrían virar hacia el aislamiento, renegando de la globalización, pues tienen recursos para hacerlo. "Vivir con lo nuestro" es una consigna que la adopta quien puede, no quien quiere. La Argentina es un país asombroso, ya que es una de las regiones más dotadas del planeta, que exhibió, durante ochenta años, desde 1862, la capacidad de generar riqueza con una abundancia sin paralelo. Pero esa capacidad se extinguió por la aplicación de malas políticas públicas. Ahora somos (o parecemos) pobres de solemnidad.
Como reconocimiento oficial de esa situación, el ministro de Economía, Martín Guzmán, repite como un karma que la Argentina no puede pagar sus deudas. Y es cierto. Nuestro país, influenciado primero por ideas de posguerra y luego como estrategia para cooptar factores de poder, diseñó una estructura productiva basada en privilegios, subsidios, créditos blandos, contrataciones digitadas, barreras de entrada, personería gremial única, obras sociales sindicales y toda una malla de prohibiciones y excepciones administradas conforme a criterios políticos. Entre el empleo público, los servicios "colegiados" y las industrias diseñadas para el mercado interno, la economía no puede competir en el mundo y generar divisas, salvo por el campo, las industrias del conocimiento y algunos jugadores de nivel internacional como la farmoquímica, los caños sin costura y ciertos autopartistas, entre otros.
Para un observador externo, es difícil comprender cómo un país que, además de la pampa húmeda, tiene extensos campos de algodón, cultivos intensivos a profusión, producción de cueros, yacimientos de hidrocarburos, disponibilidad de etileno y metanol, minerales en abundancia, extensas forestaciones y, por si fuera poco, cuenta con mano de obra calificada y profesionales del mayor nivel mundial, no tiene también campeones mundiales en rubros derivados de aquello que la naturaleza nos prodigó. Y ahora se comporta como un país maltrecho y abatido como Haití luego del terremoto.
La ausencia de competitividad se origina en un cúmulo de males que suele llamarse "costo argentino". Desde la carga fiscal originada en un Estado sobredimensionado hasta el costo laboral, que financia al poder sindical. Es una maquinaria enredada, cuyos engranajes están trabados. Encarar su reparación implica profundas reformas que afectan al verdadero "establishment" argentino: los popes sindicales, los políticos con canonjías, los caudillos provinciales, los gremios profesionales, los empresarios con plusvalías regulatorias y otros nichos de privilegio basados en incisos tan oscuros como blindados.
Esta estructura viene de muy lejos y está consolidada. No es un problema técnico, sino político: cada distorsión tiene un dueño y tras él, una multitud de personas ocupadas. Para el gobierno actual, es una herencia de difícil manejo, pero que tendrá que afrontar, como ocurrió en 1991.
La Argentina tiene un déficit fiscal que irá creciendo debido a la caída de la recaudación y los mayores gastos causados por la pandemia. Cuando esta termine, no podrá continuar emitiendo dinero. Para recuperarse necesitará ayuda externa, que no vendrá de Venezuela ni de Cuba, sino del FMI, de organismos multilaterales... o de China. Pero cualquiera que fuere el origen, no podrá ser para siempre: para evitar la dependencia, el país debe ascender en el podio de la autoestima y la competitividad.
Así como hay un equipo dedicado a solucionar el drama del corto plazo, también debe prepararse el plan para el día después. Nadie ayudará a quien no se ayuda a sí mismo. Y mucho menos, a un país que "defaulteó" siete veces, que lidera los rankings de inflación y que, durante décadas, ha creado profundas desigualdades a través del desvío de recursos públicos en provecho de lobistas, corruptos e influyentes.
Aunque la crisis pareciera impedir cualquier estrategia de largo plazo, muy pronto la Argentina se encontrará con las arcas vacías, con elevada inflación y sin crédito externo. En silencio, se debe trabajar en un plan que, en su momento, exhiba una capacidad de recuperación sólida, sostenible y duradera. Se extinguió el modelo extractivo populista y no hay espacio para una regresión chavista.
Aun sin la carga de la deuda actual, para poner a la Argentina de pie se requiere un acto de soberanía: repensar toda la estructura económica para crear valor verdadero y no solo empleo público sobre la base de distorsiones. Si nada cambia, el motor se fundirá por intentar acelerarlo con la máquina engranada.