Una ciudadanía cada día más indefensa
Es esencial que el Estado vele por la seguridad de la población, evitando que sean los propios particulares quienes se vean forzados a defenderse
Desde que el mundo es mundo, el hombre ha proveído a su defensa personal, la de su familia, su tribu, sus bienes. Todos reaccionamos instintivamente ante lo que percibimos como un intento de agresión que nos pone en riesgo.
El instinto de defensa es connatural al hombre y parte de sus derechos naturales. Así como tiene derecho a la vida, la suya y la de los suyos, es obvio que también tiene derecho a defender el primero y principal derecho humano. Este es el fundamento del derecho a la legítima defensa, incluido en todos los ordenamientos jurídicos desde el Código de Hammurabi hasta la fecha.
Ahora bien, las sociedades modernas delegaron la atención de la seguridad de la población en el Estado, haciéndole cargo del monopolio de la fuerza y, supuestamente, liberando a los ciudadanos del compromiso de proveer a su propia defensa.
El uso de las armas, en general, pasó a ser monopolizado por el Estado, salvo excepciones históricas, como la de la Constitución de los Estados Unidos, que contempla como derecho fundamental del ciudadano tener armas para su defensa. Desde la Constitución de Filadelfia hasta nuestros días, y a pesar de los gravísimos episodios protagonizados por individuos armados contra población inocente, la norma se mantiene inalterable.
Como en todos los órdenes, los espacios vacíos tienden a ser llenados u ocupados, y eso es lo que está ocurriendo en nuestro país en esta materia. Por momentos cada vez más extensos y frecuentes, la inseguridad crece ante la ausencia de las fuerzas del orden en las calles y en otros ámbitos. Las cámaras de seguridad pretenden vanamente reemplazar esa presencia. Solo son útiles para detectar autorías a posteriori o perseguir responsables y resultan claramente insuficientes para la prevención o disuasión del delito. Hace tiempo ya también que las rejas y los perros han dejado de ser protección suficiente.
La complicidad delictiva de muchos expolicías, la extensión de las llamadas "zonas liberadas", las conexiones con la droga, sumadas a la ferocidad desplegada por los delincuentes, muy vinculada al consumo de narcóticos, están a la orden del día. Los ciudadanos se defienden como pueden y, en algunos casos, han repelido la agresión con resultados luctuosos para los atacantes.
La polémica entre quienes defienden los derechos del agresor, llamados garantistas o abolicionistas, y quienes privilegian los de las víctimas vuelve, una vez más, a instalarse. Si el agredido rechaza un ataque y en ese acto hiere o mata al agresor, los roles se invierten y se convierte en víctima al delincuente abatido. Esto, al punto de que hay quienes incluso califican de asesino al ciudadano que se vio obligado a empuñar un arma para defenderse. Para la Real Academia, asesinar es matar a una persona con premeditación o con otra circunstancia agravante. Ciertamente muy diferente de defenderse frente a un agresor ilegítimo en ejercicio de un derecho que le es propio.
Un excelente termómetro del sentir ciudadano, impotente ante la inseguridad reinante, son dos fallos a los que se arribó tras juicios por el sistema de jurados no letrados. Los acusados, que sostenían haber obrado en legítima defensa, fueron considerados inocentes.
Es sabido que no son solo los ciudadanos los que se pueden encontrar ante estas difíciles situaciones, sino, con mayor frecuencia también, las fuerzas policiales. No implica esto una defensa del llamado "gatillo fácil". No pretende serlo. Se trata de llamar la atención de los distintos actores para propiciar un cambio de enfoque sobre el tema, privilegiando los derechos de las víctimas por sobre los de los delincuentes, además de insistir en la importancia de reforzar la seguridad en todos los ámbitos.
Si la inseguridad, tal como surge de las encuestas, es una de las principales demandas de los ciudadanos, es hora de que el Estado se haga cargo y cumpla debidamente con el mandato recibido, evitando que sean los propios particulares los que se vean obligados a defenderse.