Una Argentina no creíble es un país inviable
Necesitamos, de una vez por todas, que nuestra dirigencia haga coincidir lo que pregona con lo que ejecuta, haciéndose cargo de sus errores e intentando modificarlos
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Muchas veces, las respuestas más simples contribuyen a la comprensión de los problemas más profundos. Hace dos años, Guillermo Calvo, uno de los economistas argentinos más respetados a nivel nacional e internacional, exasesor principal del departamento de investigaciones del FMI, respondía ante una pregunta de LA NACIÓN: “Afuera nos ven como un jardín de infantes (… )hay chicos brillantes, pero hay un ruido impresionante. Los chicos se tiran con piedras (.…) No tenemos una maestra que controle los problemas.” Y agregaba: “Las seguidillas de defaults hacen difícil atraer ahorro externo, no nos confían. Apenas hacemos una movida que parece rara, salen corriendo. Por culpa nuestra, de nuestra historia. No es que el mercado de capitales se ensaña con nosotros, que vienen, nos roban y se van, como les gusta decir a los populistas. Los que robamos somos nosotros, por eso salen corriendo”.
Resulta lamentable que dirigentes de las coaliciones políticas se encuentren más preocupados por la rapiña de cargos que por solucionar los graves problemas que afectan al conjunto de los ciudadanos
Las recientes, arduas y aún no cerradas negociaciones con el Fondo Monetario Internacional que evitaron, en principio, el temible default hace apenas pocos días, le confieren, lamentablemente, una actualidad palmaria a los dichos de Calvo.
Pasado ya un bienio de aquella dura pero certera descripción, y habiéndose producido un recambio gubernamental en el país, Agustín Etchebarne, otro reconocido economista, director de la Fundación Libertad y Progreso, volvió recientemente sobre el tema de la falta de confianza basado en nuestra propia ineptitud y empecinada persistencia en el error.
“La Argentina –dijo Etchebarne– no tiene un problema de tipo de cambio, tiene un problema de credibilidad. Con los actuales precios internacionales de las materias primas y los bajos salarios en dólares, deberíamos tener exceso de divisas gracias al superávit comercial. Pero la falta de credibilidad produce una fuga de capitales que puede acelerarse por la sucesión de medidas desesperadas e inútiles” que viene instrumentando el oficialismo.
En cabeza de sus gobernantes, la Argentina debería dar señales claras de querer salir del pozo en el que se encuentra sumergida y de estar trabajando fuertemente en ese sentido: las marchas y contramarchas, la puja política por la pelea misma; las tan destempladas como fallidas denuncias de complots de todo tipo y hasta de golpes duros o blandos no hacen más que restar credibilidad al país
Ambos especialistas podrían refugiarse exclusivamente en sus conocimientos técnicos sobre la marcha de la economía para explicar la razón del retroceso, la decadencia o la caída libre de la Argentina. Sin embargo, sus razonamientos exceden ese marco para adentrarse en un problema más profundo: la falta de confianza es más que la respuesta a una mala –o invisible– gestión económica. Es la reacción esperable frente a comportamientos desatinados en materias tan amplias como educación, salud, justicia, seguridad, respeto por las normas y por las instituciones, libertad de expresión, transparencia y control de los actos de gobierno, condena a la corrupción, combate al narcotráfico e igualdad ante la ley. Y la lista sigue.
Es tan notorio como lamentable que la Argentina viva todo el tiempo en un vehemente enfrentamiento entre gobierno y oposición y, como se ha podido observar después de los últimos comicios y de las negociaciones entre el Gobierno y el FMI, con crecientes pujas de poder entre las propias coaliciones políticas, más preocupadas por la rapiña de cargos que por solucionar los graves problemas que afectan al conjunto de los habitantes del país.
A la profundización de la pobreza se le responde con relato o parches de ocasión; a la inseguridad, con vaguedades, chicanas y ocultamientos estadísticos; al avance del narcotráfico, con vergonzosas desviaciones de responsabilidades, poniendo el problema en cabeza del que consume y no del que avala la narcocriminalidad; a la posible inversión se reacciona con inseguridad jurídica; a la debacle educativa, con acusaciones cruzadas e inconducentes; a la crisis sanitaria, con respuestas ideológicas que retrasan, desalientan y hasta impiden la búsqueda de soluciones; a la libertad de comercializar, con prohibiciones, regulaciones y cepos; al ciudadano cumplidor, con asfixia impositiva y pésimos ejemplos que se ponderan con una nefasta exaltación de la viveza criolla practicada por unos pocos que nunca o casi nunca reciben condena, y a la corrupción, con denuncias de complots inexistentes y con más y más impunidad.
Nunca como hoy debería haber coherencia entre el discurso y las acciones públicas. No resulta creíble que un gobierno que encuentra en el mantenimiento del pobrismo su mayor caudal electoral prometa erradicar la creciente y brutal pobreza
¿Qué país en esas condiciones puede aspirar a generar confianza interna y externa?
Imposible creer en una Nación en la que sus gobernantes prometen convocar al consenso entre todas las fuerzas mientras, desde los principales atriles públicos se alienta constantemente la creación de enemigos.
Descabellado resulta explicar –y mucho menos justificar–que un presidente que tiende la mano a los Estados Unidos en busca de soluciones corra a los brazos de Rusia y de China denostando al principal actor con el que paralelamente se encuentra negociando.
Difícil apostar a una nación atascada en un “malos contra buenos”, agravado porque, en medio de una pandemia devastadora, el Presidente se refirió a los suyos como los únicos y verdaderos “argentinos de bien”.
En algún momento, mucho más temprano que tarde, quienes tienen responsabilidades públicas deberían empezar a honrar los mandatos que les otorgó una ciudadanía cansada de la falta de soluciones
¿Por qué creer en las bondades de los gobiernos autodenominados populares cuando sus principales dirigentes no pueden explicar la procedencia de sus abultadas fortunas y presionan a la Justicia para que los declaren libres de toda culpa aun con sobradas pruebas de corrupción en su contra?
¿Por qué confiar en esos mismos gobiernos que prometen erradicar la pobreza cuando en el pobrismo encuentran su mayor caudal electoral?
“No solo es la economía, estúpido”, podría reescribirse la frase acuñada hace casi 30 años por Bill Clinton cuando disputada la presidencia de los Estados Unidos con George Bush.
Es enorme el abanico de razones que nos hacen no creíbles. Y no solo a los ojos del mundo. Lo atestigua la enorme proporción de jóvenes –y no tan jóvenes– que emigran sin cesar porque no vislumbran aquí un futuro, mucho menos uno promisorio. A veces, ni siquiera digno.
“Se nos fugan contenedores llenos de materia gris (…) Los que trabajamos, trabajamos más que nunca, pero nunca hubo tantos argentinos que no pueden trabajar”, decía Marcos Aguinis en Qué hacer. Bases para el renacimiento argentino, un libro publicado en 2005, que vuelve a adquirir hoy enorme actualidad.
“La Argentina es un hermoso autobús turístico al que las ruedas no le están funcionando correctamente”, graficó no hace mucho el flamante embajador de los Estados Unidos en nuestro país, Marc Stanley.
En algún momento, mucho más temprano que tarde, la enorme cantidad de dirigentes políticos, empresariales y sindicales que solo parecen dispuestos a pelear por espacios de poder deberían hacerse cargo de las múltiples fallas que nos impiden avanzar para pasar a trabajar en equipo.
Como sociedad, necesitamos recuperar la confianza y la fuerza que nos permitan salir de la encerrona. ¿Qué más deberá ocurrir para detener este fatal derrotero?. Sentarnos simplemente a esperar es renunciar al futuro.