Un típico mensaje electoralista y afín al cristinismo
La convocatoria de Alberto Fernández a la unión y la concordia no resultó creíble tras sus ataques a la oposición, a la Justicia y a la prensa
En su discurso de apertura de un nuevo período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, el presidente Alberto Fernández volvió a evidenciar serias contradicciones entre los objetivos que enuncia y las señales que emite. En todo momento, se vio a un presidente más preocupado por atacar a sus críticos y por alentar la polarización de cara al próximo proceso eleccionario que por ponerle fin a la grieta y ser recordado –según señaló él mismo– como quien contribuya a sembrar la unión y la concordia nacional.
Asistimos a un discurso cuyo propósito central pasó por desviar la atención de la falta de propuestas concretas del gobierno actual para resolver los principales problemas económicos del país y por buscar en la gestión presidencial de Mauricio Macri la responsabilidad de todo lo que nos pasa.
Que el mensaje presidencial haya sido un típico discurso electoralista no es tan grave como el hecho de que haya profundizado la línea tradicionalmente impuesta por la vicepresidenta Cristina Kirchner caracterizada por su insistencia en buscar enemigos a quienes responsabilizar por los errores propios o por la incapacidad para encontrar el camino que lleve a la Argentina a ponerse de pie.
A diferencia del discurso que pronunció un año atrás en el mismo ámbito parlamentario, esta vez Alberto Fernández pareció copiar el estilo de victimización que suele emplear la vicepresidenta, aunque sin las dotes actorales de esta última.
No dudó en recurrir a esa estratagema al referirse a las consecuencias de la pandemia de coronavirus y al plan de vacunación, estrenado en medio de un escándalo por la irregular distribución de vacunas que benefició a amigos del poder. Hizo bien el primer mandatario en reconocer errores y en afirmar que todo gobierno sensible tiene la obligación de corregirlos ante cualquier indicio de privilegios. Sin embargo, sus irónicos comentarios y sus críticas a quienes "lanzaron petardos cargados de falacias" y "nos acusaron penalmente de envenenar a la sociedad" le restaron seriedad y le aportaron una dosis no menor de autoindulgencia a su reconocimiento.
El Presidente pareció copiar el estilo de victimización que suele emplear Cristina Kirchner, aunque sin las dotes actorales de esta última
En sintonía con los deseos de la expresidenta, hoy procesada en numerosas causas judiciales, el primer mandatario planteó la necesidad de reformas en la Justicia como eje central de sus propuestas. Fue así como insistió en la necesidad de que la Cámara de Diputados trate el proyecto de ley de reforma de los juzgados federales al que el Senado le dio media sanción; anunció una iniciativa para reformar una vez más el Consejo de la Magistratura, con la proclamada intención de "despolitizar" ese órgano encargado de seleccionar y disciplinar a los magistrados inferiores, y liberarlo de la "contaminación de los poderes corporativos", y promovió la creación de un Tribunal de Garantías, que podría funcionar como una Corte Suprema de Justicia paralela.
Pero el jefe del Estado fue en esta ocasión más allá: propició el juicio por jurados para el dictado de sentencias por "delitos federales graves", con la particular idea de que el pueblo reemplace a "jueces aislados que hagan lo que les plazca". Y, por si esto fuera poco, con el pretexto de que "se debe reinstalar la confianza en nuestras instituciones", promovió que el Poder Legislativo asuma un efectivo papel de control cruzado sobre la administración de justicia. Algo que solo puede ser interpretado como una nueva y furibunda ofensiva contra la independencia del Poder Judicial, y como una presión a los magistrados a cargo de las numerosas causas en las cuales exfuncionarios kirchneristas y la propia vicepresidenta de la Nación están acusados de distintos delitos contra la administración pública.
Entre otras consideraciones impropias de quien, desde la titularidad del Poder Ejecutivo, no debería inmiscuirse en las cuestiones judiciales,el Presidente se preguntó por un fiscal que continúa en funciones pese a ser investigado en una causa por presunto espionaje. Curiosamente, el primer mandatario no reparó mientras hablaba en que quien estaba sentada a su izquierda también sigue en funciones y con fueros, a pesar de enfrentar como procesada una decena de causas judiciales por corrupción, varias de las cuales están listas para ser elevadas a juicio oral, al tiempo que tuvo cinco pedidos de prisión preventiva.
En el marco de este plan tendiente a garantizar impunidad a los suyos, siguiendo al cristinismo, Alberto Fernández pareció comprender que la mejor defensa es un buen ataque. Por eso anunció una querella criminal para que se determine quiénes han sido los responsables de lo que consideró "la mayor administración fraudulenta y la mayor malversación de caudales públicos que nuestra memoria registra", en alusión al crédito por unos 44.000 millones de dólares que el FMI le concedió al Estado argentino durante el gobierno de Mauricio Macri.
Sin seguridad jurídica; sin un plan económico integral, que continúa sin vislumbrarse; sin una mínima vocación por empatizar con los inversores y sin consensos, la Argentina seguirá a la deriva
El Presidente pretende ignorar que la mayor parte de esos fondos obtenidos del organismo financiero internacional, a través de un crédito stand-by, fue destinada a pagar viejas deudas del Estado argentino, que son producto de un déficit fiscal crónico que arrastra el país. También olvida que la tasa de interés de ese préstamo, cuya renegociación está teniendo lugar, es la más baja del mercado que puede conseguir una nación con el riesgo de la Argentina. Habría que recordarle a Alberto Fernández que a la tan festejada cancelación de la deuda con el FMI que llevó a cabo el gobierno de Néstor Kirchner en 2006 le siguió un endeudamiento con el gobierno de Venezuela a tasas cuatro veces mayores que las del tan criticado organismo internacional.
Hubiera sido mucho más provechoso que el primer mandatario explicara ayer de qué manera combatirá la inflación creciente. O que fuera más específico a la hora de proclamar la necesidad de exportar más y de aprovechar al máximo la capacidad instalada del sector industrial para sustituir importaciones.
El actual desaliento de muchos empresarios para realizar inversiones productivas en el país no se resolverá con mero voluntarismo ni con prácticas populistas o afines al capitalismo de amigos. Tampoco se paliarán los delicados problemas sociales proclamando que "debemos hacer que los salarios crezcan y los precios se estabilicen" ni con concertaciones que no se extienden por más tiempo del que dura una campaña electoral. Del mismo modo sonaron las promesas presidenciales de convertir a la Argentina en un proveedor de energía a nivel regional y mundial, de trabajar para recuperar el autoabastecimiento energético o de desdolarizar las tarifas de luz y gas para que sus aumentos repercutan cada vez menos en los bolsillos de las familias argentinas, con los riesgos para la provisión de los servicios que ya todos conocemos.
Sin seguridad jurídica; sin un plan económico integral, que sigue sin vislumbrarse al cabo del prolongado discurso presidencial de ayer; sin una mínima vocación por empatizar con quienes en mejores condiciones estarían de aportar inversiones y sin una efectiva búsqueda de consensos, la Argentina seguirá a la deriva.