Un límite a los desbordes de la Inspección General de Justicia
Resulta elogiable la decisión judicial de invalidar dos resoluciones tendientes a imponer un cupo por sexo en los directorios de las sociedades comerciales
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Al declarar inválidas dos resoluciones que obligaban a las sociedades comerciales a respetar un cupo de mujeres en sus directorios, una reciente sentencia de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial ha puesto un saludable límite a la tendencia del titular de la Inspección General de Justicia (IGJ), Ricardo Nissen, a ampliar sus propias facultades mediante descabelladas resoluciones, una nefasta práctica denunciada reiteradamente desde estas columnas.
Tras un exceso de intromisión estatal, el caso debió llegar hasta el referido tribunal para que confirmara lo que no necesitaba mayor desarrollo: ninguna ley del Congreso impone tamaño requisito ni faculta a disponerlo a esa oficina, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, dedicada principalmente a la acotada función de registrar y supervisar ciertos aspectos del funcionamiento de las sociedades comerciales y entidades sin fines de lucro que se constituyen en la ciudad de Buenos Aires.
A pesar de lo simple que resultaba la resolución del caso, para lo cual bastaba declarar, como hicieron, que el funcionario que dictó esas regulaciones no estaba autorizado por ninguna ley a hacerlo, los jueces agregaron extensas consideraciones sobre los derechos de la mujer, la igualdad de oportunidades y la importancia de las llamadas acciones positivas para equilibrar desigualdades históricas, en lo que parece un intento por dejar constancia de que a ellos les gustaría que esas inexistentes leyes existieran. Cabe recordar que la función de los jueces es resolver conflictos concretos aplicando la Constitución y las leyes, no opinar sobre políticas públicas en ocasión de una sentencia.
Sin embargo, y en lo que interesa, la Cámara puso de manifiesto que ese tipo de normas implica negar autoritariamente el derecho de los individuos a confiar la gestión de sus actividades privadas a las personas que consideren más idóneas. Casi por reducción al absurdo, el tribunal usó una comparación demasiado evidente cuando se refirió a la materia de salud, “ámbito en el cual a nadie se le ocurriría exigir a quien se encuentra enfermo que, en vez de preocuparse de encontrar los servicios médicos adecuados para su problema, atienda a los derechos que al profesional respectivo pudieran corresponder según su orientación sexual”. La frase, de enorme sensatez, nos recuerda que la garantía constitucional de la propiedad comprende el derecho de administrarla como a su dueño le parezca más conveniente.
La facilidad y rapidez a la hora de constituir y operar sociedades es esencial para reactivar la desmoronada actividad económica. Lo mismo cabe decir en términos de facilitar la relevante función que cumplen las asociaciones civiles y fundaciones ante el fracaso de la contención estatal en un país en que la mitad de la población es pobre. Para graficar los desbordes de la IGJ, basta señalar que para el modesto propósito de indicarles a los ciudadanos cómo deben inscribir documentos en esa oficina, su principal, no único, cuerpo de normas de procedimiento tiene más de 500 artículos (muchísimos más que la ley general de sociedades), además de varios anexos, y ocupa casi 400 páginas.
El desborde del titular de la IGJ llega al extremo antes inimaginable de haber agravado el conflicto entre poderes del Estado. A consecuencia del fallo, dictó después una escandalosa resolución que “ratifica” las que invalidó el Poder Judicial. Por si esto fuera poco, abrió una inútil intervención al Ministerio de la Mujer y al Instituto contra la Discriminación y, en un exceso inconcebible, ordenó a los abogados de su organismo promover el juicio político a los jueces que la ley ha designado para controlar la legalidad de lo que él hace, precisamente lo que hicieron. Todo esto revela una sublevación frente al Poder Judicial de la Nación de quien gestiona una oficina administrativa, provocando más actividad burocrática que los contribuyentes deberán costear.
El rol de los jueces es, como correspondió en este caso a los de la Cámara Comercial, controlar que los organismos públicos respeten los límites que imponen la Constitución y las leyes para evitar que los ciudadanos deban dedicar energía a lidiar con un organismo que inventa competencias que no tiene y que los enreda en trabas burocráticas al extremo de obligarlos a litigar contra el Estado con motivo del servicio que éste, paradójicamente, debería prestarles.
Que un funcionario de tercera línea al frente de un organismo, no satisfecho aún con eso, pretenda entablar desde su cargo una extravagante pulseada política para lanzarse también él a destituir jueces que simplemente han hecho lo que tienen que hacer, configura una disparatada coronación de sucesivas resoluciones adoptadas en exceso de sus facultades. Pretender traspasar de esta manera los límites pone en serio riesgo al Estado de Derecho.