Un inadmisible atropello
Detrás del supuesto resentimiento hacia la ciudad de Buenos Aires solo anidaba el afán de desplumarla por decreto y en forma inconsulta
Ha sido tan irreal escuchar del presidente de la Nación que "Buenos Aires es una ciudad que nos llena de culpa por verla tan opulenta" como leer las declaraciones no menos asombrosas del secretario de Planeamiento del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación, Diego Hurtado, al decir que "el modelo agroexportador no invierte en ciencia y tecnología porque no necesita de ella".
¿Tiene, acaso, un funcionario nada menos que aplicado a la tecnología y la innovación la más mínima idea de las cuantiosas inversiones en investigación que han hecho posible la admiración con la cual los homólogos de todo el mundo exaltan el trabajo, la entrega y la creatividad de los productores argentinos? En un país gobernado con más seriedad habría sido despachado a su casa.
Alberto Fernández había sido, hasta instalarse en Olivos, un vecino privilegiado de la misma ciudad a la que agravia y a la que representó en la Legislatura local. La opulencia que lo consterna debe haber sido, en tren de cálculos tan difíciles de precisar por la variabilidad de su pensamiento, la que por alguna razón él mismo disfrutó en Puerto Madero. En su mimetización con Cristina Kirchner, que ya se había molestado por el embellecimiento de la avenida 9 de Julio con helechos que disponen de luz y agua –y sin los cuales habrían ciertamente muerto–, el doctor Fernández ha demostrado falta de conciencia histórica en la evolución de la ciudad en la que estalló el grito revolucionario de 1810. Sería, sin embargo, un error suponer que ha habido de parte del Presidente y la vicepresidenta una manifestación de incontenible resentimiento. Si el estilo elegante de Recoleta hubiera incomodado a quien dedica sus mayores energías en el Senado a lograr su impunidad ante la Justicia, tenía a mano otros lugares menos exigentes, no tan alejados y más populares en los que encontrar refugio.
Una política de viejas y confluyentes complicidades institucionales ha contribuido al hacinamiento verdaderamente inhumano de miles y miles de personas en muchos de ellos, alejados del centro rumoroso, pero más dignos, y menos propicios, es verdad también, a la demagogia y la industria del pobrismo.
Ahora sabemos a qué venían las comparaciones odiosas de quienes nivelan siempre para abajo, nunca para arriba, y que se ufanan también de no creer en los valores del mérito orgánicamente sistematizado ni se atreven a inculcar el esfuerzo del estudio, del trabajo y la superación individual. Aquellas comparaciones constituían la distracción previa al zarpazo artero contra los recursos de la gran capital de la República, a la que la convención reformadora de 1994 otorgó una autonomía demorada desde su desprendimiento de la provincia, en 1880. La excusa fue transferir fondos a la provincia para calmar reclamos policiales; pudo haber sido otra, tan frágil o más que esa.
En un Senado con mayoría del kirchnerismo se acaba de separar a jueces que investigaban la conducta de procesados e imputados por delitos de corrupción pública. Con la fidelidad simétrica de los espejos, en la Casa Rosada se tramaba, entretanto, en violación de normas constitucionales, el amaño que completara la obra: el comienzo de un proceso de empobrecimiento acelerado de recursos de la ciudad a fin de arrodillar a uno de los distritos más desafectos al oficialismo antes de las cruciales elecciones del año próximo.
Buenos Aires es la ciudad de los argentinos, la orgullosa marca de urbanidad por la que se nos reconoce en el mundo, como por la Patagonia, por nuestras carnes, por el tango, por Gardel y por el fútbol, por la armoniosa arquitectura del Colón y su acústica, por nuestros músicos, diseñadores y escritores celebrados en tantas lenguas. No. No ha habido resentimiento alguno en aquellos prolegómenos inentendibles de pelearse hasta con los helechos tan frágiles como inocentes de la avenida más ancha del mundo.
Fue solo preparar el terreno y desplumar a la ciudad de ingresos de los que, en términos legales, no puede perder un peso sin ley del Congreso y sin acuerdo, además, homologado entre el Estado nacional y la Ciudad Autónoma.
Alberto Fernández había sido, hasta instalarse en Olivos, un vecino privilegiado de la misma ciudad a la que agravia y a la que representó en la Legislatura local
Igual de grave, gravísimo, habría sido si el despojo arbitrario y repentino se hubiera producido contra los intereses de cualquier provincia. En el caso de la ciudad de Buenos Aires, lo perverso de la decisión, si cabe, es mayor. Esta aporta casi una cuarta parte de los fondos coparticipables y apenas recibe el 3,5% del total. Que lo siga recibiendo dependerá ahora de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, ante la cual la Ciudad ha apelado la inconsulta determinación de la Casa Rosada. Ese es el lugar para litigar por esta cuestión, pues es la instancia originaria en los conflictos entre diferentes jurisdicciones políticas del país. Si el antojo del presidente Fernández prevaleciera, aquel porcentaje ya no sería del 3,5%, sino del 1,4%. Un ajuste que se completaría con recortes también a los fondos que financian a la policía porteña.
La ciudad ha puesto en términos aún más comprensibles lo que esos porcentajes significan para su evolución y el mantenimiento de sus servicios. En algunos rubros, atiende a sus vecinos en proporción más alta que a la suma de los habitantes de otras provincias, ni qué decir la que el gobernador Axel Kicillof está llevando a la zozobra, en capítulos como el de la seguridad de bienes y vidas, que denuncian hasta sus amigos y partidarios con excepción de la vicepresidenta, que lo bendijo para el cargo.
La trama de Fernández-Kirchner contra la ciudad significaría, de consolidarse por una decisión judicial, la pérdida de la mitad de los recursos que esta invierte en seguridad y equivaldría a diez meses de sueldos en el área de la salud pública.
Los gobernadores peronistas que celebraron la decisión de reducir la coparticipación del distrito porteño creyendo que se verían ellos mismos beneficiados con una redistribución también quedaron desilusionados.
Este atropello no puede ni debe ser admitido. Acaso los próximos en comprender la importancia de lo que se halla en juego deberían ser precisamente los gobernadores, en cuyo espíritu los ciudadanos confían en ver latir menos calladamente convicciones republicanas, federalistas y democráticas.