Un Congreso tan caro como improductivo
La actividad parlamentaria se ha resentido por la falta de diálogo y por una política pendenciera, totalmente alejada de los problemas de la gente
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El balance legislativo nacional de 2022 es lamentable en demasiados aspectos. Lo confirman las estadísticas: se aprobaron solo 36 leyes durante las apenas 15 veces que sesionó la Cámara de Diputados y las 14 sesiones que concretó el Senado, al tiempo que se realizaron escasísimas reuniones de comisión. Algunas ni siquiera funcionaron, incluidas bicamerales que cuentan con presupuestos sustanciales para el control de delicadísimos temas. Solo por citar un ejemplo, baste con decir que la Comisión Bicameral de la Defensoría del Pueblo adeuda desde hace 14 años la designación del defensor, cuya misión principal, establecida en la creación de la referida comisión, es la de “proteger los derechos e intereses de los individuos y la comunidad frente a los actos, hechos y omisiones de la administración pública nacional”. Que hayan pasado tantos años y todo siga igual habla mal tanto de oficialistas como de opositores de todos los partidos que llegaron al poder y omitieron resolver esta y otras cuestiones de peso.
No ha habido en la última década una cosecha parlamentaria menor que la de 2022, ni siquiera en años electorales, períodos regularmente improductivos, ya que diputados y senadores con aspiraciones de asegurarse su permanencia en la función pública prefieren abocarse a las campañas políticas. Descuidan así el mandato en curso para el que la ciudadanía les ha conferido su voto y dilapidan su confianza al desentenderse de la sanción de las leyes que necesita el país.
Quienes conocen la práctica parlamentaria saben, además, que resulta un concepto a todas luces naif medir la producción del Congreso en general o de los legisladores en particular por el número de proyectos presentados durante un año parlamentario. No todos son de fondo y muchos rozan el ridículo, como declaraciones de repudio o de alegría por nimiedades, institucionalizando las más disparatadas festividades, a veces solo al servicio de profundizar enfrentamientos, así como también la imposición o cambio de nombre de alguna entidad para congraciarse con el oficialismo de turno, o hacerse eco de cuestiones viralizadas por redes sociales, muchas veces sin siquiera chequear su procedencia o veracidad.
Los fríos números indican que, del 1º de marzo de 2022 hasta la conclusión de las sesiones ordinarias, el Congreso sancionó solo 36 leyes. Ha sido la producción más baja desde el retorno a la democracia, en 1983. Si a esa faena se la compara con las 108 normas promedio sancionadas durante los años no electorales y con las 70 aprobadas en 2020, cuando regían fortísimas restricciones a raíz de la pandemia de coronavirus, no haría falta decir nada más. Sin embargo, la cantidad puede incluso revelar muy poco si no se la confronta con la calidad. Entre las leyes imprescindibles que la ciudadanía reclama y no se aprobaron figuran las de boleta única de papel y de ficha limpia. Mientras la primera propone reemplazar las cuestionadas boletas partidarias –claro ejemplo del millonario dispendio de recursos y de la comisión de fraudes a lo largo de nuestra historia comicial–, transparentando los procesos de elección de quienes tienen la responsabilidad de gobernarnos y de dictar las leyes, la segunda resulta fundamental para evitar que condenados por corrupción y otros delitos se postulen para competir por cargos electivos u ocupen puestos de gobierno.
Tampoco se sancionaron, entre muchas otras, la reforma del engendro que ha significado en la práctica la actual ley de alquileres. Ha quedado también sin aprobación la ley denominada de tolerancia cero para el consumo de alcohol al volante, una norma que hubiera disuadido de beber a muchos conductores de vehículos, evitando así que se incremente el ya tan alto como lamentable índice de muertos y heridos en los mal llamados accidentes de tránsito.
Se suele argumentar de una punta a la otra del espectro político que la casi paridad de legisladores de las dos primeras minorías con que cuenta hoy la Cámara de Diputados de la Nación ha sido uno de los principales escollos para que no se pudiera avanzar en el debate y las votaciones en el recinto. En la actualidad, el Frente de Todos suma 118 escaños y Juntos por el Cambio, 116. Esa justificación resulta absurda. Sería como avalar que un Congreso solo puede funcionar cuando el oficialismo cuenta con mayoría de legisladores. La historia parlamentaria local y del exterior ha dado sobradas muestras de lo contrario. Las mayores trabas pasan por la nula predisposición para la negociación y el diálogo, favoreciendo una política pendenciera alejada de los reales problemas de los ciudadanos, que revela la falta de generosidad para reconocer errores y de flexibilidad para enderezar el rumbo mediante el debate respetuoso y el trato civilizado, en un país que no solo se declame democrático, sino que también lo sea.
Como si fuese una burla a la ciudadanía, el Presidente y un puñado de irresponsables gobernadores nada afectos a la institucionalidad prefieren afilar las estrategias para iniciar en el Congreso un tan absurdo como improcedente juicio político a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al que bien califican de “decisión histórica”, pues viola el mandato constitucional. Para ello, avalan que el Presidente convoque a sesiones extraordinarias, que precisamente se encuentran demoradas porque el oficialismo solo consigue número para tratar el proyecto en comisión y concretar así su show antidemocrático. Difícilmente logre los dos tercios de votos que se requieren en el recinto para aprobar la ley que habilita semejante atropello institucional.
Lejos de consustanciarse con las auténticas y perentorias demandas ciudadanas, solo los motoriza su rechazo a los fallos de la Corte y los de instancias inferiores que, con sobradas pruebas, han condenado y siguen condenando a funcionarios y exfuncionarios propios por aberrantes actos de corrupción.
Una vez más, la mala política ha impedido avanzar en leyes claves. Debemos exigir a nuestros representantes que honren los cargos que ocupan por mandato ciudadano. No solo se trata de defender la república fortaleciendo la democracia. Tanto con las leyes que se necesitan y no se sancionan como con el tiempo y los enormes recursos que se malgastan, seguimos destruyendo nuestro presente e hipotecando nuestro futuro y el de las próximas generaciones.