Un cheque del Estado para más de la mitad del país
Urge hallar soluciones de largo plazo que impliquen apostar a una educación formal para una inserción laboral plena, que reemplace la cultura de la dádiva
Cada año que transcurre es mayor la cantidad de dinero que la Argentina destina a programas sociales. El último dato al respecto se conoció hace pocos días mediante una información publicada por la nacion: el 55% de la población recibe algún plan social, ya sea un subsidio económico o una transferencia alimentaria. Eso sin contar que, además de las personas, perciben asistencia del Estado nacional organismos de gobiernos provinciales, bancos y organizaciones de la sociedad civil, entre otros tantos actores que intentan paliar las necesidades de quienes sufren riesgo nutricional, sanitario y habitacional o que carecen de empleo formal.
Al concluir el gobierno de Mauricio Macri, esa ayuda ya había escalado al 43,8% de las personas. Pandemia mediante, el actual gobierno la llevó al 55%. En 2010, el 24,4% de los hogares recibían algún tipo de plan. Hoy lo recibe el 47,4%.
Otro dato significativo es que la mayoría de los más de 22 millones de habitantes que obtienen un plan social perciben también otros montos, como, por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo (AUH), además de ayudas que muchas veces se superponen, aun con fines similares, y sobre las cuales el Estado no ejerce control efectivo, ni siquiera para verificar el cumplimiento de contraprestaciones, en los pocos casos en que son exigidas. A eso se agregan planes en teoría excepcionales, como el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), nacido al calor de la pandemia, y por el cual el Gobierno ha socorrido a unos nueve millones de argentinos y podría seguir haciéndolo, según admitió recientemente el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo.
Basta con ingresar en webs oficiales para corroborar la multiplicidad de erogaciones que el Estado realiza dirigidas a sectores a los que califica con el amplio paraguas de "vulnerables". La Guía de Programas Sociales, por ejemplo, del Consejo Nacional de Coordinación de Políticas Sociales de la Presidencia de la Nación, es un muestrario acabado de lo que señalamos. Recorriendo apenas las primeras páginas se contabilizan la Tarjeta Alimentar; la Complementación Alimentaria; los programas Prohuerta y Sembrar Soberanía Alimentaria; el de Asistencia a Comedores Escolares; el Programa Alimentar Saberes; el Plan Nacional de Protección Social; el Programa Hogar; el Plan Nacional Organizar; el programa Talleres Familiares y Comunitarios; los planes de acceso al crédito no bancario, de acompañamiento en situación de emergencia y el de ayuda directa a personas; el Potenciar Trabajo; Argentina Recicla; el Programa Apoyo a la Economía Popular del Sector Textil, y el Recuperar, entre un verdadero sinfín de ayudas que se suman a las que individualmente proveen provincias y municipios. Y es harto sabido que, ante la multiplicidad de asistencias y la falta de controles, quienes hacen su agosto son los punteros políticos, encargados mayormente de censar a esas poblaciones vulnerables y de distribuir interesadamente la ayuda: un mecanismo que, más que perseguir la mejora de la situación de los beneficiarios, se concentra en presionarlos con exclusiva y oportunista utilización electoral.
Trabajar por el acceso a la educación de todos los argentinos es contribuir a garantizarles desarrollo y bienestar sobre la base del propio esfuerzo, liberándolos del yugo prebendario
No se trata de pretender la eliminación de estas partidas, pues su diagrama específico, su uso correcto y su debido control, en una primera instancia, resultarían útiles para sectores de la población en emergencia extrema. Según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, la pobreza multidimensional hoy afecta al 41% de las personas de la Argentina urbana, y asciende al 60,4% entre niños y adolescentes. De ese total, el 27,3% de la población padece pobreza estructural, es decir, son pobres por ingresos y porque tienen tres o más carencias.
El problema de fondo –se ha dicho muchas veces, pero se persiste en no solucionarlo– es cómo sacar de esa vil dependencia a las personas para que puedan vivir de su propio esfuerzo y no de planes, que perciban un salario digno por un trabajo y que este sea en blanco. Trasuntan una marcada hipocresía quienes baten el parche de la asistencia, pero hacen muy poco para, por ejemplo, bajar el nefasto 40% de trabajo en negro. Si a ello se suma que poco más de ocho millones de personas sostienen con sus impuestos a casi 20 millones de ciudadanos que trabajan en el Estado o que, además de planes sociales, cobran de él jubilaciones, pensiones, seguros de capacitación y desempleo, la cuenta del déficit en este punto no va a cerrar nunca.
Ni qué decir de atender una emergencia para desatender otra. O acaso la falta de educación, la repitencia y la deserción escolar –todo ello profundizado durante la pandemia– no conspiran de manera decisiva contra la obtención de un empleo digno.
Por otro lado, además de sostener un empleo formal, es imprescindible que sea uno de calidad. Eso tiene vinculación directa con el nivel educativo alcanzado.
En febrero del año pasado, poco antes de que se decidiera el aislamiento obligatorio, un informe publicado por el Instituto para el Desarrollo Social Argentino (Idesa) expresaba que el 60% de las personas con planes asistenciales carecen de preparación para acceder a un empleo formal, ya que no concluyeron la escuela media, mientras que entre quienes contaban con un trabajo formal solo el 25% no habían concluido ese nivel. En el caso de la educación superior, como era de esperar, solo el 4% de beneficiarios tenían estudios terciarios o universitarios. Entre los que contaban con un empleo formal ese porcentaje subía al 45.
Desde estas columnas, decíamos para entonces que esos datos mostraban que el perfil educativo de beneficiarios de planes no se condice con los requerimientos educativos de empresas privadas que generan empleos en blanco, por lo que resulta ilusorio esperar que el crecimiento económico brinde empleos de calidad a quienes viven del asistencialismo.
Hay otro agravante que debemos tener más que presente a la hora de definir el tamaño y la calidad de la manta que habremos de usar para que, por cubrir una parte, otra no quede a la intemperie: es de práctica en nuestro país que el grueso de los fondos destinados a esa asistencia salgan de la Administración Nacional de la Seguridad Social (Anses), adonde van los aportes jubilatorios de quienes hoy trabajan en blanco y cuyo futuro previsional se encuentra en riesgo permanente por estos desmanejos.
Quienes ya están retirados saben muy bien que los aportes que en su momento destinaron para percibir jubilaciones y pensiones son cada vez más escasos precisamente porque buena parte de esos fondos son indebidamente usados por los gobiernos para otros fines. Resulta tan lamentable como inexplicable, como bien se ha dicho alguna vez, que se les saquen recursos a los pobres para financiar la ayuda social a otros pobres. O que parte de ese dinero vaya a parar a haberes previsionales privilegiados, cuando no también duplicados, de exfuncionarios que, además, exigen no abonar Ganancias.
La pandemia no es excusa para seguir escondiendo la mugre debajo de la alfombra. No hay más margen para postergar soluciones de largo plazo, que impliquen apostar a la educación como herramienta irreemplazable para la inserción laboral. Es hora de desplazar definitivamente la cultura de la dádiva y el clientelismo para que los recursos se direccionen sin desvíos bochornosos, cuando no ilegítimos. Cuando desde la política se insiste en imponer la estrategia contraria con oscuros fines, se instala la mentira de darle a lo contingente carácter de permanente y de seguir aceptando que en nuestro país algunos derechos no son iguales para todos. Trabajar por el acceso a la educación de los argentinos es contribuir a garantizarles desarrollo y bienestar sobre la base del esfuerzo, asegurándoles la dignidad de un trabajo y liberándolos del yugo prebendario que alimenta vergonzosamente a un sector del poder.