Tristes claustros vacíos
Desatender la educación en cualquiera de sus niveles, incluido el superior, conducirá a las nuevas generaciones por el sendero de la ignorancia
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A pesar de su autonomía, la Universidad de Buenos Aires (UBA) se alineó detrás del inconstitucional decreto de necesidad y urgencia del Poder Ejecutivo Nacional para mantener suspendidas las clases presenciales en los cinco colegios de enseñanza secundaria que de ella dependen, además de las prácticas de estudiantes que se habían desarrollado en algunas de sus facultades cuyas carreras universitarias exigen la presencialidad.
Sería negligente pensar que un encuentro vía Zoom puede equipararse con una clase magistral. El intercambio se mediatiza, se pierden agilidad y espontaneidad, la chispa del conocimiento carece del oxígeno necesario para contagiarse cuando todos los actores quedan confinados a la cuadrícula de una pantalla. La exposición más brillante, pero pixelada, puede adormecer a más de un espectador.
Durante todo este tiempo, las autoridades universitarias, tanto del sector público como del privado, pudieron haber encontrado algún esquema de presencialidad rotativa, respetando los protocolos y medidas de bioseguridad recomendadas, como se ha hecho con éxito en la inmensa mayoría de las escuelas primarias y secundarias del distrito porteño. Academias y consejos profesionales, entre otras entidades, tampoco han exigido debidamente retomar las sendas educativas en las que abrevan. Mucho menos lo han hecho los docentes.
En el Ministerio de Educación, el año pasado, se redactó un protocolo marco mínimo sobre el retorno a las actividades académicas presenciales en universidades e institutos universitarios, supeditando la reanudación a las recomendaciones de las autoridades sanitarias correspondientes. Contemplaban así un sistema de clases a distancia con alternancia presencial, articulación y coordinación entre casas de estudios, con regresos escalonados y aforos para distintas áreas, priorizando los trabajos de finalización de carreras de grado y posgrado sin contemplar que hay currículas que indefectiblemente demandan presencialidad. Cuesta imaginar que en el futuro dependamos de profesionales, médicos por caso, formados en la virtualidad.
El cansino “vamos a ser de los últimos en volver”, lejos de sonar a justificado reclamo en alza, parece más una cómoda excusa. Sorprende también que tanto desde la UBA como desde las universidades del conurbano bonaerense se hable de la “exitosa experiencia de la virtualidad” del año pasado, cuando no ha sido más que un mal remedio para la irresponsable falta de vacunas que afectó también la inoculación de docentes.
La sana rebeldía juvenil, la pasión y el compromiso que movieron a tantas generaciones de universitarios hoy suenan a épica olvidada. Los padres reclaman por sus hijos escolares, pero las juventudes universitarias han dejado de lado sus combativas exigencias de otrora sin organizarse en demanda de readecuaciones impostergables. Ningún centro de estudiantes ha levantado la bandera de la presencialidad a voz en cuello, encolumnados muchas veces detrás de decanatos obsecuentes o autoinfligiéndose despreocupadamente azotes de militancia oficialista. Apenas algún tímido reclamo en redes.
Un ominoso silencio nos habla de una generación resignada, nacida de una extendida anomia social que tampoco parece dispuesta a librar esta crucial batalla. Asistimos a otra de las aristas de una crisis que ya nos robó el presente, pero que también amenaza con dejarnos sin futuro. Ante autoridades que optan por no registrar estos cachetazos de realidad, la presencialidad continuará demorada. Y con ella, el entusiasmo contagioso que el desarrollo de una vocación motoriza. Los claustros vacíos vuelven a recordarnos que desatender la educación en todos sus niveles nos conduce a la oscuridad de la ignorancia y nos arrebata el futuro.