Triste pandemia de miedo y desunión
Durante meses enteros, por errores de nuestra dirigencia, hemos desaprovechado una oportunidad y terminamos profundizando la grieta
Marzo de 2020 pudo haber sido un mes bisagra en el intento por cerrar la profunda grieta que nos divide como sociedad. La irrupción de la pandemia de coronavirus, con toda su carga de desconcierto y dolor, logró, en un principio, lo que hasta entonces parecía inviable: adentrarse en el camino de unidad entre ciudadanos preocupados por cómo enfrentar la adversidad y una dirigencia multipartidaria dispuesta a dejar de lado las diferencias en pos del bien común.
Fueron momentos de mucha tensión y de enorme angustia, pero, paradójicamente, también de serenidad, basada esta en el hecho inédito de que gobernantes de ideologías disímiles y hasta enfrentadas fueron capaces de sentarse a la misma mesa de diálogo para dar juntos la batalla contra un virus desconocido y aterrador, a la luz de lo que venía ocurriendo en otras partes del mundo.
Nadie dice que haya sido fácil, pero empezaba a lograrse. "De la pandemia vamos a salir más unidos que nunca", dijo el presidente Alberto Fernández durante una de las primeras conferencias de prensa que dio en la residencia de Olivos. Hubo mucha ilusión de que esa premisa pudiera verse reflejada en los hechos. Sin embargo, cuando aún hoy seguimos en pandemia, queda claro que aquel consenso se rompió, que ya no existe más. Las razones son múltiples, entre ellas, las idas y venidas del equipo gubernamental respecto de cómo transitar sanitariamente la emergencia. También, y no menos importantes, las provocadoras comparaciones presidenciales con países cuyas decisiones demostraron finalmente ser más adecuadas que las nuestras: "La experiencia dice que hay que tenerle un poco de miedo a la cuarentena inteligente. Yo fui muy atacado por varios días porque no miraba las experiencias de Suecia, pero se muestra que las cuarentenas inteligentes no eran tan inteligentes", se ufanó equivocadamente el Presidente. Y reiteró su error al comparar también a la Argentina con países vecinos: "Si la Argentina hubiera seguido el ritmo de Brasil, hoy tendría 10 mil muertos", dijo en junio. En la actualidad, ya hemos superado los 39.000 decesos.
Hubo también gruesos errores comunicacionales seguidos de anuncios demagógicos y manotazos políticos, judiciales y económicos, cuyos funestos efectos, que resta todavía dimensionar, sufriremos por largo rato.
Se ordenó el encierro más largo del que se tenga conocimiento en el mundo, sin que se previeran soluciones de fondo
Al mismo tiempo que se estigmatizaba a runners y comerciantes porteños, y se criticaba los testeos y controles sanitarios de la Capital, se convalidaban los atropellos de provincias que, contrariamente a lo que dispone la Constitución nacional, optaron por cerrar sus fronteras, implantando pseudoaduanas sanitarias internas para impedir a los ciudadanos volver a sus lugares de origen o ingresar en un distrito para tratamientos médicos impostergables, acompañar a un familiar enfermo o despedir a un amigo fallecido.
Se instauró el miedo y se intentó sacarle todo el provecho posible. Se ordenó el encierro más largo del que se tenga conocimiento en el mundo, sin que se previeran soluciones de fondo para todos los que iban a quedar seriamente dañados por causa de semejante parate. Y no tan solo en lo económico, también en lo psicológico, físico, social y vivencial.
Millones de estudiantes de todos los niveles perdieron contacto personal con sus pares y no se sabe cuándo lo recobrarán de manera regular. Estamos muy cerca de la antesala de un nuevo ciclo lectivo y ni docentes, ni padres, ni tutores tienen claro el panorama. No todo es consecuencia de la pandemia. Hay casos muy obvios de sometimiento gubernamental a los reiterados caprichos de una dirigencia gremial improductiva y obstaculizadora.
Con mayores que hace casi nueve meses no pueden ver a sus nietos en ambientes cerrados, se habilita la Casa Rosada para que decenas de miles de personas despidan, amontonadas y atropelladas, los restos de Diego Maradona. Todos estamos conminados a usar barbijo –y está muy bien que eso ocurra–, pero Alberto Fernández y su pareja se muestran sin ninguna protección en una foto con Hugo Moyano y parte de la familia del sindicalista estrella en la consideración presidencial. Tampoco el jefe del Estado respetó la distancia social ni el uso de barbijo durante el encuentro que mantuvo con el ponderado dueño del feudo formoseño, Gildo Insfrán, ni cuando participó de un almuerzo multitudinario en un lugar cerrado, en la Quiaca, para homenajear a Evo Morales antes de que regresara a su país. La lista de pésimos ejemplos es demasiado larga como para resumirla en este espacio.
Se instaló la política del miedo, de uno de los peores miedos: aquel del que se vale la autoridad para someter a la población, dejándose las manos libres. Con la muerte rondando en las calles, el Gobierno aprovechó para avanzar sin trabas en la falsa y nefasta creencia de que el Estado puede exigir la subordinación. El Estado está obligado a proteger a los ciudadanos. No es una concesión de la política. Es un deber que muchos dirigentes de nuestro país han confirmado desconocer.
Es lógico y sano –coinciden los especialistas– tener miedo frente al peligro. Es esperable el temor a las catástrofes naturales, al terrorismo y a las consecuencias devastadoras del cambio climático. También es racional temer al desamparo, la pobreza, la inseguridad, la enfermedad y los accidentes. Pero de ningún modo es lógico terminar paralizándose ante actos u omisiones de algunos de nuestros gobernantes cargados de una temeridad que infunde miedo.
La política del miedo irracional que muchos se empeñan en profundizar previene acaso del contagio de Covid-19, pero impide atender otras cuestiones sanitarias igual de importantes; nos vuelve desconfiados para con los demás; nos aleja del vecino necesitado e instala como precaución que los niños dejen de compartir tiempo con otros chicos. Por temor, algunos cuestionan al vecino médico del edificio que diariamente le pone el cuerpo a la tragedia, mientras otros toman distancia desmesurada frente a sentimientos tan básicos y esenciales como los de asistencia, acompañamiento, ayuda y protección, que afortunadamente también muchos han sabido encarnar solidariamente ante la emergencia. Ni qué decir de la utilización ideológico-partidaria de los recursos, de la malversación de fondos con dudoso destino apresuradamente autorizada, de la justificación ante los canales institucionales suspendidos, y hasta de las promesas de acceso a vacunas, cuya fecha de disponibilidad ni los propios laboratorios tienen determinada con exactitud.
Hace poco tiempo, el filósofo Santiago Kovadloffrazonaba al respecto: "El miedo se multiplica donde la incertidumbre crece y, a su vez, la incertidumbre se multiplica con el silencio de las autoridades estatales que, ante los hechos que demandan su presencia, callan".
No puede dejar de leerse con nostalgia aquella frase presidencial respecto de que el fin de la pandemia nos encontraría más unidos que nunca. No hemos llegado a ese final todavía, pero está claro que las cosas no han ido ni están yendo en ese sentido. Como bien ha expresado el escritor y periodista Sergio Sinay en una columna publicada en LA NACIÓN Revista el domingo último, "regresar del miedo al otro va a ser el desafío más importante en el futuro próximo".
Tendremos que realizar un gran esfuerzo y asumir un firme compromiso para desandar el camino que prometía mucho, pero que acabó profundizando la grieta y sumando nuevas heridas. Hemos desaprovechado una oportunidad. En la siguiente, nos jugamos el futuro.