Sin una Corte confiable, la República peligra
De ninguna manera pueden ser jueces, y menos del más alto tribunal del país, personajes como Ariel Lijo, carente de las necesarias calidades profesionales y de dudosa moral
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En nuestro esquema republicano son pocos los actos de mayor trascendencia que el Presidente y los senadores pueden disponer con su sola firma que la consagración de un juez para la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Siempre constituye una decisión de repercusión inmediata y, según el caso, hasta de consecuencias que pueden prolongarse por décadas según fuere la edad del candidato que logre finalmente el acuerdo del Senado.
El vasto mundo de facultades del más alto tribunal del país parte de asegurar el equilibrio de poderes y la asignación de competencias entre los gobiernos federal y provinciales que la Constitución delimita. Cabe a la Corte Suprema la determinación de lo que corresponde al primero y lo que está reservado a los segundos como parte del diseño federal del Estado argentino.
Cabe también a la Corte la correcta definición de qué es justiciable y qué no a fin de evitar que el Poder Judicial se inmiscuya en tareas que le son ajenas; la salvaguardia, en última instancia, de que los derechos y garantías para la vida, el honor o la fortuna de los argentinos no queden a merced de persona o gobierno alguno, y revisar la validez de los actos de los demás poderes.
Nominar al juez Lijo como candidato a ocupar un sitial en la Corte Suprema de Justicia equivale a deshacer el argumento de que se venía supuestamente a terminar con la casta que arruinó al país. Por sus amistades, por el sórdido mundo del que se rodea, Lijo no es ajeno a esa casta: es su quintaesencia
Como el examen de esos temas capitales de la institucionalidad de la república atañen a solo algunos aspectos de la labor diaria de un juez de la Corte se comprenderá cuántas habilidades jurídicas se requieren para integrar el alto tribunal. Y, sobre todo, cuánta integridad personal para transmitir a la sociedad la confiabilidad sobre la rectitud de sus juicios como emanación natural de una trayectoria transparente, tanto en la vida pública como privada. Es una cruel pesadilla que esto deba volver a recordarse hoy en la república por una temeraria decisión del Poder Ejecutivo.
Una vez unificada la Nación en 1860, el presidente Bartolomé Mitre tuvo en claro la trascendencia de la primera Corte Suprema. Designó de tal modo a juristas de gran valía; entre ellos, a Benjamín Gorostiaga y Salvador del Carril, ambos miembros de la Convención Constituyente de Santa Fe. Más explícito no podría haber sido Mitre cuando dijo que había buscado “a los hombres que fueran un contralor imparcial e insospechado de las demasías de los otros poderes del Estado y que, viniendo de la oposición, dieran a sus conciudadanos la mayor seguridad de la amplia protección de sus derechos y la garantía de una total y absoluta independencia del Poder Judicial”. Mitre fue tan lejos en la consumación de sus loables propósitos como que los cinco jueces de la Corte que dejó integrada en 1863 eran ajenos a la órbita de sus influencias directas como caudillo de un partido político. Es necesario pensar, además, en las calidades de tantos integrantes ulteriores de la Corte: Antonio Bermejo, Roberto Repetto, Francisco Ramos Mejía, Alfredo Orgaz, Esteban Imaz, Benjamín Villegas Basavilbaso, Pedro Aberastury, Genaro Carrió, Carlos Fayt, y más recientemente, Gustavo Bossert y Carmen Argibay.
Aún prescindiendo de las aristas penales que fueron desestimadas en torno al magistrado, queda en pie el principio irrefutable, simple y rotundo de que no puede llegar a tan alto cargo ninguna persona sobre la que existan dudas respecto de su honorabilidad
En algunos países con diseño constitucional similar al nuestro, suele ponerse el foco, como posibles candidatos, en jueces que integren tribunales de alta jerarquía, como por ejemplo miembros de superiores tribunales estaduales o Cámaras Federales de Apelación, dada su familiaridad con la herramienta que permite el ingreso en la Corte Suprema, que es el denominado recurso extraordinario federal. Se trata de un área del Derecho cuyo conocimiento es mandatorio a los fines de decidir si se dan las condiciones técnicas para su habilitación y posterior intervención de la Corte.
Bajo estos parámetros, cuesta realmente entender la nominación del juez Ariel Lijo. Ni por asomo estamos ante una persona con formación académica de relevancia, aun cuando se desempeña como ayudante de segunda, escalón marcadamente inferior al de un profesor titular, en una cátedra de Derecho Constitucional de la UBA. Tampoco se le conocen publicaciones que lo posicionen como experto en áreas de relevancia constitucional, o como un conocedor destacado de la jurisprudencia de la Corte Suprema, aspecto que nutre la inmensa mayoría de las decisiones de ese tribunal.
Si no son sus conocimientos, la pregunta que se impone es qué puede haber llevado al Poder Ejecutivo a elegirlo por encima de muchos candidatos de mayor preparación jurídica, sin olvidar que, a la hora de llenar la vacante dejada por Elena Highton, lo razonable, y acorde con los estándares vigentes, habría sido proponer a una mujer.
A la hora de cubrir la vacante dejada por Elena Highton de Nolasco, lo razonable, y acorde con los estándares vigentes, hubiera sido proponer a una mujer de las tantas juristas sólidas e intachables con las que cuenta nuestro país
Para explicar lo ocurrido se barajan hipótesis que prosperan por diferentes motivos. Es conocida la afinidad entre Lijo y el juez de la Corte Ricardo Lorenzetti. También lo es la menor gravitación de este en los procesos de toma de decisiones y conformación de mayorías en la Corte de la que fue presidente, frente a lo que se presenta hoy como un bloque más armonioso formado por sus colegas, los jueces Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda.
Impulsar una nominación de semejante entidad en el deseo de atenuar la fortaleza de ese bloque, elevando a uno de los sitiales vacantes en el tribunal a una persona sin las calidades profesionales necesarias y con una moral puesta en tan intensa controversia como no se recuerda otra en la historia judicial del país, eclosiona en un fenómeno asombroso.
La obstinación por impulsar a Lijo no tiene explicación posible en un proceso con pretensiones de superar el cuadro angustiante, de orden económico y moral, en que dejó al país la administración anterior. Aquella nominación equivale así a deshacer el argumento de que el nuevo gobierno venía a acabar con “la casta” que llevó el país a la ruina. Por sus amistades, por el mundo del que se rodea, por su aura, Lijo es la quintaesencia de esa casta cuya influencia iba supuestamente a eliminarse. De modo que no cabe otra explicación que la de que el Poder Ejecutivo esté buscando la conformación de una Corte tolerante a un gobierno que actúe a golpes de decretos de necesidad y urgencia, a sabiendas de lo que la Corte tiene dicho en contrario en la materia.
Aún menos edificante sería que el jefe del Estado tuviera en miras preparar el camino para la constitución de una Corte con otro espíritu que la actual, más alejada del compromiso republicano con la sociedad, y más proclive a enjuagues que dejen al final impunes los graves hechos de corrupción que se produjeron en los gobiernos kirchneristas.
Ha habido investigaciones respecto de la conducta y el patrimonio de un hermano del juez Lijo a raíz de una imputación que incluyó igualmente a este como denunciado. Según han declarado los denunciantes, esa investigación fue cerrada sin que se tenga claro con qué nivel de profundidad se analizaron los informes producidos por la Unidad de Información Financiera. Tales conclusiones, sostienen, habrían arrojado sospechas serias sobre la legalidad de las actividades cumplidas por el hermano del juez Lijo, su enriquecimiento a partir de la actividad como lobista en causas en trámite en el mismo fuero donde el juez se desempeña, y las relaciones comerciales y societarias del hermano del juez con funcionarios públicos investigados en ese mismo fuero.
Prescindamos de las aristas penales que envolvió la cuestión y que fueron desestimadas hasta aquí en lo concerniente al magistrado en discusión. Queda en pie el principio irrefutable, simple y rotundo, de que no puede ser juez –y menos de la Corte Suprema– aquel sobre quien existan dudas sobre su honorabilidad.
Sobre esa materia se ha hecho cargo públicamente un conjunto de entidades y personalidades de tal significación que no se ve cómo puede el Presidente insistir en la nominación cuestionada sin traicionar la bandera con la que llegó al poder. Puede que triunfe en la nominación propuesta o no, pero si los primero sucede pagará un precio enorme en el terreno de los comportamientos que se comprometió a erradicar.