Servicios de inteligencia y calidad democrática
La AFI ha sido un subsuelo del poder que demanda una legalidad obsesivamente custodiada y recursos pormenorizadamente auditados
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La calidad democrática tiene entre nosotros peligrosas deformaciones. La relación entre la política y los servicios de inteligencia es una de ellas.
El kirchnerismo llevó ese vínculo vicioso hasta niveles desconocidos desde la refundación democrática de 1983. No se puede decir que haya sido Néstor Kirchner quien inauguró la propensión a utilizar el espionaje para ponerlo al servicio de un proyecto faccioso. Pero extremó tanto esa manipulación que sus prácticas se convirtieron en algo inédito. Bajo el mando del expresidente, la entonces Secretaría de Inteligencia se convirtió en la plataforma desde la cual se vigilaba a los opositores, a periodistas y obispos, y también a los propios. Se fabricaban causas penales que después se tramitaban con eficacia gracias al sometimiento, cuando no a la complicidad, de numerosos jueces y fiscales que obedecían a esas oscuras instrucciones, muchas veces sometidos incluso a extorsiones.
Se podrían citar muchos ejemplos de estas prácticas. Pero acaso pocos reúnan todas estas miserias como el de la campaña de 2009 para las elecciones que Kirchner perdió frente a Francisco de Narváez o la de la falsa cuenta atribuida a Enrique Olivera. Ese submundo, que durante años dominó Antonio Stiuso, terminó generando daños gravísimos a la vida pública. La muerte del fiscal Alberto Nisman no se termina de entender del todo, por ejemplo, si se ignoran los intereses subalternos del espionaje en la causa AMIA.
Durante su mandato presidencial, Mauricio Macri y sus colaboradores inmediatos fueron advertidos de prácticas clandestinas que se llevaban adelante desde la AFI. Desde hace unos meses está surgiendo información que se investiga en la Justicia y que coincide con esas advertencias.
Macri puso el delicadísimo aparato de inteligencia en manos de un amigo personal, Gustavo Arribas, versado en compraventa de jugadores de fútbol. Para secundar al inexperto e incompetente Arribas, eligió a Silvia Majdalani. El antecedente más notorio de Majdalani en relación con la especialidad que se le estaba confiando era su estrechísima amistad con Francisco Larcher, responsable político del espionaje durante casi toda la gestión kirchnerista.
Con estos pésimos criterios de selección era previsible que las cosas no salieran bien. Los expedientes judiciales acumulan ahora testimonios sobre la vigilancia y persecución de dirigentes opositores, pero también de figuras del anterior oficialismo, como Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal, Diego Santilli, Emilio Monzó o Nicolás Massot. Existen indicios muy convincentes de que desde la AFI, con una irregular cobertura judicial, se monitoreó la vida cotidiana de dirigentes políticos sometidos al régimen de prisión preventiva por causas de corrupción, en el penal de Ezeiza, escuchándose incluso de manera clandestina las conversaciones que mantenían con sus abogados. Hubo también hostigamiento a periodistas, como el caso de Hugo Alconada Mon, quien realizó una muy concienzuda cobertura acerca de acusaciones que pesaban sobre Arribas. Y hasta aparece la sospecha, todavía en investigación, de que la AFI no habría sido ajena a la intimidación que sufrió el entonces responsable de las relaciones internacionales del Ministerio de Defensa, José Luis Vila, a quien le instalaron un explosivo en un domicilio que ya no ocupaba. También habrían sido blanco de operaciones clandestinas familiares del expresidente Macri, como su hermana y su cuñado.
Estas informaciones salieron a la luz porque estaban archivadas, en forma de partes, fotos y videos, en los teléfonos celulares de agentes de la AFI. A partir de estas evidencias, se dictaron varios procesamientos. Entre ellos, los de Arribas y Majdalani.
Estos dos exfuncionarios alegan una llamativa falta de responsabilidad en los hechos denunciados del organismo a su cargo y se refieren a sus subordinados como si fueran cuentapropistas que cometían presuntos delitos para su propio beneficio. El argumento es de una fragilidad extrema. Cuesta creer que agentes de rango muy inferior se atrevieran a espiar al jefe y al vicejefe de gobierno porteño, a la gobernadora de Buenos Aires y a familiares del presidente. Más allá de esa falta de sentido común, el desconocimiento que alegan Arribas y Majdalani sería difícil de aceptar en cualquier área del Estado. Pero es, sobre todo, inadmisible en una estructura de inteligencia diseñada para ser opaca hacia afuera y perfectamente transparente para su conducción.
En estas irregularidades y presuntos delitos aparecen además algunas características preocupantes. Una de ellas tiene que ver con la calidad de los imputados. Se trata de policías y abogados. Algunos de ellos, conectados con gestores judiciales. Estas especialidades son un indicio serio y grave de que la tarea de la AFI estaba más orientada a manipular los tribunales que a garantizar la seguridad del Estado y de la ciudadanía. La señal más clara de este vicio fue la designación del entonces fiscal Eduardo Miragaya, recientemente fallecido, al frente de la sensible Dirección de Inteligencia sobre Delincuencia Económica y Financiera. Miragaya fue desplazado en medio de acusaciones sobre maniobras clandestinas en los tribunales federales. Esas acusaciones fueron motivo de una causa judicial nunca investigada por su responsable, el exjuez Rodolfo Canicoba Corral. En vez de ser sancionado, Miragaya fue designado fiscal general adjunto de la Procuraduría General de la Nación.
Otra demostración patética de esta contaminación entre espionaje y Justicia ha sido el desplazamiento de la causa del juez federal de Lomas de Zamora Federico Villena, debido a que habría dado cobertura judicial a las ilegales tareas de espionaje que estaba investigando. Villena siempre fue señalado como un magistrado amadrinado por Majdalani.
Este interés malsano en someter a la Justicia al control del espionaje clandestino está en la base de una propensión que se registró en los últimos años durante gobiernos de distinto signo político: la expansión inaudita del área jurídica de la AFI, que pasó a ser más voluminosa que la de contrainteligencia, donde se encuentra el corazón de la tarea que debe realizar el organismo.
Cuando se examinan los hechos que se investigan en la Justicia, se descubre que la mayoría de ellos corresponden a tareas que, si fueran legales, podrían ser encomendadas a la policía. Las peculiaridades institucionales de un organismo de inteligencia, entre las cuales están el secreto, un débil control externo, la asignación de caudalosos fondos reservados sin rendición de cuentas y la adopción de dobles identidades para sus agentes, solo se justifican para enfrentar amenazas de magnitud, como el terrorismo o el crimen organizado, o para garantizar la protección del orden constitucional. No para realizar tareas de vigilancia interior, y mucho menos al margen de la ley.
En estos días las tareas de inteligencia presentan otras anomalías. El escandaloso caso de las reuniones sociales celebradas en Olivos en plena cuarentena plantea un interrogante: ¿qué nivel de control hay sobre las personas que ingresan a la residencia presidencial? La pregunta es más pertinente porque, entre esos contertulios, aparecen empresarios ligados a tareas de seguridad e inteligencia, como Chien Chia Hong, convertido recientemente en privilegiado proveedor del Estado.
La titular de la AFI, Cristina Caamaño, a quien curiosamente el Senado todavía no le ha dado su acuerdo, parece ajena a estas responsabilidades. Está más empeñada en exponer y perseguir a personal de su agencia que cumplió órdenes, se supone que impartidas por sus superiores, en un país limítrofe como Bolivia.
Muchos teóricos de la democracia insistieron en la necesidad de que los aparatos de inteligencia estén sometidos a un control especial y responsable del poder político, que incluya una pormenorizada rendición de cuentas sobre el uso de fondos reservados al final de una gestión o tras cierta cantidad de años. Se trata de un subsuelo del poder en el que la legalidad debe ser más obsesivamente custodiada, por la falta de auditoría externa que lo caracteriza. En nuestro país esa organización se ha puesto con demasiada frecuencia al margen de la ley y en manos de personas incompetentes.
La República está ante un desafío que requerirá años: encomendar esas tareas del Estado a personal serio y profesional; encuadrarlas dentro de una escrupulosa legalidad; recuperar la confianza internacional en una actividad que, cuando se vuelve defectuosa, somete a la sociedad a una dramática vulnerabilidad, como se verificó en dos tristísimos atentados terroristas. Es una deuda enorme que la democracia tiene consigo misma.