Sepultar el pasado para construir el futuro
Corría 1975 cuando Francisco Franco fallecía de muerte natural a los 82 años. El cuerpo del "caudillo de España", como se lo conoció durante las cuatro décadas en las que encabezó el régimen dictatorial que siguió a una sangrienta guerra civil, descansó desde entonces en un sitial de honor en la Basílica del Valle de los Caídos, a 60 km de Madrid, junto a otros 34.000 republicanos muertos en combate. Franco había construido el imponente mausoleo para honrar su propia victoria en la Guerra Civil Española. Integrante del grupo militar responsable del golpe de Estado contra el gobierno democrático español, en 1936, contó con el vital apoyo de Hitler y de Mussolini para gobernar con mano de hierro hasta 1975.
En 2007, el muy cuestionado presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero había conseguido la aprobación de la llamada ley de memoria histórica, merced a la cual el referido espacio debía honrar y rehabilitar la memoria de todos los fallecidos por la guerra civil y por la represión que le siguió, pero no recogía la remoción de los restos del dictador para darles otro destino menos enaltecido que lo separara de sus víctimas. En 2011, una comisión avanzó con la propuesta de exhumación y traslado, pero la victoria de Mariano Rajoy (Partido Popular) demoró la decisión hasta 2017, cuando el Congreso aprobó la medida. Ya en el gobierno de otro socialista, Pedro Sánchez, se modificó aquella ley y se pidió a la familia de Franco que informase adónde trasladarían los restos. El lugar elegido no prosperó, pues el gobierno encontró inconveniente que fuera en la catedral de La Almudena, de céntrica ubicación madrileña. Tras negociaciones que involucraron al mismísimo Vaticano, se autorizó el traslado al cementerio público de Mingorrubio, en las afueras de la capital.
El 24 del mes último, los restos de Franco fueron retirados de aquella sepultura de honor para ser trasladados ante la resistencia de sus familiares, que hablaron de profanación y de venganza. Al grito de "Viva Franco, viva España", con solo tres funcionarios presentes y en un evidente clima de tensión, ocho parientes del dictador portaron el féretro cubierto con un paño con el blasón familiar y una corona de laureles, que fue trasladado en helicóptero hasta su nueva sepultura. Aguardaban allí unos 300 franquistas que, con improvisados coros y pancartas, presentaron sus respetos al general.
Un día para la memoria y la celebración democrática, calificaron algunos, mientras que otros criticaron el uso proselitista de la exhumación, pues el domingo 10 de este mes habrá elecciones generales. Debieron transcurrir 16 meses de una larga batalla judicial para que el presidente Sánchez lograra lo que ni Felipe González ni Rodríguez Zapatero: poner fin a lo que algunos consideraban una ofensa a la democracia, tener una tumba de Estado para un dictador. Por su parte, el prior de la abadía del Valle de los Caídos denunció ante la Justicia que desde el gobierno pretenden también demoler la cruz de 150 metros de largo, símbolo cristiano, y quitarle asimismo la basílica a la Iglesia, en un claro atentado contra la libertad religiosa.
Cuando muchísimos españoles preferirían estar hablando de desempleo, pensiones o educación, desde la política se instaló este tema con inusitada fuerza durante demasiado tiempo. La derrota de un régimen como el de Franco llegó con la Constitución, que ya cumplió más de 40 años, no con la exhumación de sus restos. Fueron, los españoles, ejemplares en sus actitudes a la hora de abocarse a cerrar las heridas del pasado para encarar la construcción de un futuro común. Está claro que nunca ayuda volver sobre cuestiones capaces de haber provocado una guerra civil cuando miles de personas yacen aún sepultadas en fosas comunes, 80 años después. Si lo sabremos los argentinos, tan proclives al enfrentamiento alentado tanto desde el poder político como desde organismos de derechos humanos durante demasiado tiempo, pretendiendo aún hoy instalar una memoria parcial y distorsionada en lugar de pacificar desde la verdad.
España supo darnos excelente ejemplo de la mejor actitud al convocar a los suyos a dejar atrás la sangre derramada entre hermanos para mirar hacia adelante. Liderazgos mezquinos siguen pretendiendo instalar disyuntivas que debieron haber quedado atrás para no profundizar las divisiones. Con la perspectiva que nos da la distancia geográfica, los argentinos deberíamos aprender también de estos errores.
Transitamos instancias decisivas. La convocatoria a la unidad, sin la cual nuestro país encontrará graves dificultades para su recuperación, no puede desoírse. Confiamos en que los cambios que se avecinan no nos retrotraigan a lo peor de anteriores gestiones que solo han promovido enfrentamientos. Para lograr los necesarios consensos que faciliten los acuerdos, hoy más que nunca debemos hablar de reconciliación y no de venganza, de comprensión y entendimiento, en lugar de autoritarismo o imposición. Para conseguir la paz que anhelamos hemos de dejar de exhumar recurrentemente viejos odios y rencores, enterrándolos de forma defnitiva, para sanar en verdad y en justicia esa memoria colectiva. Solo si completamos juntos el proceso de resignificación del pasado compartido podremos poner todas las energías que necesitamos al servicio de la construcción del futuro que merecemos como nación.