Salud: más privilegios y discrecionalidad
La pandemia ha desnudado la impericia y la desaprensión del Gobierno que, mientras se sucedían las muertes, solo se ocupaba de proteger a los amigos
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Hay pocas cosas más delicadas y sensibles que la salud de las personas. Será tal vez por eso que tanto una cuestión de impacto global como la pandemia de Covid-19 o la falta de una prótesis quirúrgica o un órgano para trasplante capturan la atención ciudadana. Convengamos que la ausencia de gestión que ha sido sello de este gobierno no vio en lo sanitario una excepción. Muy por el contrario, los funcionarios de esta cartera recibieron, y reciben, fundadas críticas por sus tan reiteradas como desacertadas acciones u omisiones.
Las últimas llegaron de parte del Fondo Monetario Internacional cuando advirtió que nuestro país no solo no cumplió con las metas económicas, sino que tampoco publicó, según lo acordado, los informes de auditoría sobre gastos y contratos firmados en el contexto de la pandemia por coronavirus, muchos con carácter reservado impuesto por la mayoría oficialista y sin los debidos controles internos.
El amiguismo político se impuso a la tragedia comunitaria. A la planificación la reemplazó un tan aceitado como inmoral intercambio de favores
Al dolor por los muertos que sumó innecesariamente el pésimo manejo oficial de las vacunas, se suman las prohibiciones a la circulación de familiares desesperados ante la inminencia de un fatal desenlace, la imposibilidad de visitar a los enfermos e, incluso, la de despedir a las personas fallecidas y darles debida sepultura. Normas que ha quedado palmariamente demostrado que solo aplicaban para algunos pocos con llegada al poder. Todo esto, sin adentrarnos en los inescrupulosos manejos del escandaloso vacunatorio VIP en cuyo marco, afortunadamente, comienzan a tomarse nuevas declaraciones indagatorias, luego de que la jueza federal María Eugenia Capuchetti pretendiera cerrar parcialmente el caso.
Las revelaciones que confirman circuitos paralelos para la autorización de visitas hospitalarias que al conjunto de la población se le prohibían, reactivaron la indignación. Con una naturalidad rayana en la inimputabilidad, la presidenta de una organización de la sociedad civil, claramente colonizada por el oficialismo, aprovechó un acto oficial para dirigirse con toda confianza “a Carla”, la ministra de Salud de la Nación, a fin de agradecerle desde un atril y con un micrófono, haber podido visitar a su esposo internado en terapia intensiva antes de que muriera, el 20 de agosto de 2020. La confesión revela no solo una situación contraria a las normas por entonces vigentes, y por tanto condenable, si no, peor aún, la falta de registro ontológico sobre lo que está bien y lo que está mal por parte de quien se expresa. Solo así puede explicarse que pueda autoincriminarse a viva voz y sin sonrojarse luego de haber sido sujeto de un tratamiento privilegiado.
La ministra, la misma que negociaba con laboratorios amigos y que viajaba a Rusia para asegurar embarques, se esmeró por “dar por cerradas todas las especulaciones”. Pretendió desmentir lo que consideró “una noticia falsa que no refleja en nada lo sucedido”. Contó para ello, como corresponde, con el apoyo de ministros amigos de distintas jurisdicciones, miembros del Consejo Federal de Salud, argumentando que, desde el 10 de agosto de 2020, su cartera había publicado ya las recomendaciones para el acompañamiento de pacientes en sus últimos días.
El decoro pasó a ser una mera palabra en el diccionario de los otros, una moralina vetusta reemplazada por la viveza criolla y el acomodo
Algo parecido puede decirse de Ginés González García, captado en sus paseos por el Viejo Continente, tratando de justificarlos con un curso sobre servicios de salud, luego de que la ministra de Economía, Silvina Batakis, lanzara que “el derecho a viajar colisiona con la generación de puestos de trabajo”. O de Luana Volnovich en el Caribe, titular del PAMI, en otro ejemplo del “haz lo que digo pero no lo que hago”.
“Pertenecer tiene sus privilegios” era el contundente eslogan publicitario de una tarjeta de crédito. De eso se trata este gobierno. En su resumen de cuenta, luego de los últimos cuatro años de gestión, los ciudadanos solo hemos podido identificar algunos consumos, aquellos que trascendieron por candidez o desparpajo de sus protagonistas o por el acierto de una investigación periodística. Al amiguismo político lo mueve un dudoso affectio societatis; más bien diríamos que se trata de un incesante intercambio de favores en mutuo beneficio enquistado en el poder. Bajo el falso paraguas de una dudosa defensa de derechos, solo han sido capaces de repartir privilegios y prebendas con oscuros fines. El sistema funciona adecuadamente desde el propio vértice del poder. Y se extiende como mancha de petróleo hacia todas las capas sociales, incluidas –precisamente porque de ellas se alimentan– las más desfavorecidas, convertidas en depositarias de planes, bicicletas, bolsones de comida o electrodomésticos en un malsano afán por hacerles creer que les importan por algo más que por su capacidad para votarlos. Cómo explicar de otra manera el triunfo de Axel Kicillof en las últimas PASO, protagonista indiscutido de la inseguridad y la marginalidad que reinan en la provincia de Buenos Aires.
La complejidad cada vez mayor de una burocracia estatal que crece al ritmo del incremento del gasto público encuentra en este sistema combustible permanente. Cada trámite podrá asociarse con una excepción o una facilitación en el nutrido mercado de los amigos. Si hasta un delito claramente probado como el que plasmó la foto de la fiesta en Olivos puedo resolverse con un simple pago, entre amigos. Los billetes circulan a una velocidad pavorosa y al ritmo de una emisión insuficiente, pues sirven para pagar bienes y para alimentar males. Mientras tanto, el decoro pasó a ser una palabra del diccionario de los otros, una moralina vetusta ampliamente reemplazada por la viveza y la lógica del acomodo que el hartazgo ciudadano castiga en las urnas.