Putin, el espía con poder vitalicio
El presidente de Rusia, Vladimir Putin, nació en 1952 en Leningrado, hoy San Petersburgo, una de las urbes más elegantes e interesantes del mundo. Su padre fue un alto oficial de inteligencia de la marina de guerra rusa. Abogado y con rango militar, Putin integró el Comité para la Seguridad del Estado, la conocida KGB, por más de 15 años. La primera misión del joven y ambicioso agente lo puso al frente de la contrainteligencia rusa en la Alemania comunista, donde debía recopilar información y reclutar a agentes para las bases militares de EE.UU. y la OTAN.
A partir de 1999, de la mano del presidente Boris Yeltsin, Putin saltó al escenario nacional. Fue designado primer ministro por su mentor político, cuando este se vio obligado a renunciar en medio de una explosiva sucesión de escándalos.
En 2000, fue elegido presidente de Rusia. Hoy transita el cuarto mandato como tal, con la cooperación de su siempre incondicional ladero político Dimitri Medvédev. La reforma constitucional habilitó a Putin para conservar su cargo hasta 2036. Habrá para entonces ocupado la cima del poder de esta cuasimonarquía por más tiempo incluso que Josef Stalin, dictador durante más de 30 años.
Putin es un defensor acérrimo de los valores tradicionales de la sociedad rusa, con un discurso patriótico y antioccidental que lo vuelve muy popular, habiendo tejido convenientes alianzas incluso con la cúpula de la Iglesia Ortodoxa de su país. Puede exhibir no solo altos índices de crecimiento del PBI, sino también una formidable disminución de la pobreza.
Si bien la actual pulseada por la hegemonía del mundo enfrenta ostensiblemente a los EE.UU. con China, el poderío militar de Rusia la vuelve un actor central, siendo su líder partidario de estructurar un mundo efectivamente multipolar sin reparar en el uso de condenables metodologías.
Putin no vacila, por ejemplo, en anexar por la fuerza territorios como el de Crimea. Ni tampoco en inmiscuirse, ya sea abierta o solapadamente, en los procesos electorales de terceros países, desoyendo el principio de no intervención en los asuntos internos de otros Estados. Aun cuando el Kremlin siempre rechaza este tipo de acusaciones, se conocieron informes geoestratégicos sobre la supuesta actuación de un grupo militar ruso de elite en acciones no coordinadas con el independentismo catalán, así como con los "chalecos amarillos" franceses, cuyo fin sería desestabilizar Europa.
Su pulso no tiembla cuando se trata de ordenar el asesinato de sus espías en el exterior o de algún molesto traficante de armas, ni cuando busca obtener, por fuera de los circuitos legales y mediante ciberataques, las fórmulas de vacunas en elaboración frente a la pandemia de coronavirus. En materia comercial, sus prioridades parecen ser la venta de armas y el sector energético. Como buen espía, sabe cómo moverse sin dejar huellas, mientras el aura aterradora de la KGB lo imbuye de un poder que se articula a la vista de todos sus votantes mediante infiltrados, métodos coercitivos e inconfesables procederes.