Prostitución: no pagar por violar
En vez de pretender regular las vejaciones, urge empezar a producir un cambio cultural profundo en defensa de la integridad de todas las personas por igual
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Hace poco más de un año, Alika Kinan, víctima de trata de personas en nuestro país y una de las pocas que logró que se condenara judicialmente a quien abusó de ella, decía a un medio madrileño una frase acaso insuperable para definir este tipo de degradación humana: “Los hombres tienen que tomar conciencia de que no se puede pagar por violar”. En opinión de Kinan, el comercio de la prostitución conforma un delito económico que daña y ultraja la dignidad humana. No se equivoca.
Recientemente, se ha vuelto a saber en nuestro país de un viejo pedido de la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (Ammar) para impulsar una ley que despenalice el trabajo sexual y se reconozcan derechos laborales, es decir, que se dé carácter de empleo formal a la prostitución.
En varias oportunidades nos hemos referido al tema desde estas columnas. Legalizarla no es la salida. La prostitución no debería existir. Si subsiste es porque las mujeres –y también muchos hombres– se dedican a ella por falta de opciones. No existe voluntad cuando hay sometimiento. Ni aún las personas que dicen ejercerla voluntariamente lo hacen en plena libertad, ya que admiten que la practican al solo efecto de poder subsistir o mantener a quienes de ellas dependen.
Cada parche que se intenta sumar solo contribuye a profundizar el flagelo
Le asiste toda la razón a Kinan cuando asegura que la salida de semejante aberración tiene que provenir del compromiso de todos. Si hay personas que se prostituyen es porque el Estado no ha sabido o no ha podido dar las garantías para que nadie tenga que usar su cuerpo degradándolo como mercancía. La pobreza, el destrato hacia las víctimas, la constante estigmatización a las que se las somete no se resuelven con una ley amparando y regulando la prostitución, sino evitando que mujeres, hombres y niños caigan en las garras de estos nefastos traficantes, de estos delincuentes que comercian con los cuerpos y con la dignidad de las personas.
En nuestro país, desde 2009, se han dictado 354 sentencias condenatorias por trata de personas con fines de explotación sexual . Paralelamente desde esa fecha hubo 467 sentencias condenatorias por el delito de trata de personas, de las cuales el 75,80 % fueron por explotación sexual, según datos de la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (Protex), elaborados en el contexto del Día Internacional contra la Explotación Sexual y el Tráfico de Mujeres, Niños y Niñas, que se recuerda cada 23 de septiembre, en conmemoración de la ley 9143, primera norma dictada en el mundo contra la prostitución infantil, promulgada en la Argentina en 1913 y cuyo autor fue Alfredo Palacios.
Cada tanto –aunque no con la frecuencia que sería necesaria para acabar con este vil negocio– circulan noticias sobre allanamientos que ponen fin a prostíbulos donde tienen rehenes a mujeres a las que se somete salvajemente. Muchas de esas veces, nos enteramos también de que no pocos vecinos de esos prostíbulos sabían de su existencia, pero que, por distintas razones en las que domina el terror a denunciar, se abstenían de comunicarlo. Resulta un pánico entendible, ya que, en numerosos casos, autoridades políticas, policiales y judiciales a las que habría que poner en aviso forman parte de ese nefasto entramado delictual. Nadie dice que la tarea sea sencilla, pero urge encarar un cambio profundo. Situaciones de pobreza extrema como la que estamos viviendo son caldos de cultivo para que crezca el sometimiento sexual.
“Yo estoy absolutamente a favor de que las mujeres podamos decidir sobre nuestros propios cuerpos. Por eso estoy en contra de la prostitución. Porque ahí ya no decidimos nosotras sobre nuestros cuerpos”, asegura Kinan dando vuelta el falaz argumento en el que se apoyan quienes buscan organizar el delito en lugar de combatirlo. No sirve de nada llegar tarde. Hay que prevenir.
De la extrema necesidad material y de la falta de ayuda para no caer en esas prácticas ominosas se aprovechan quienes, mediante engaños, presiones, extorsiones y conculcación de derechos como la propia libertad, se convierten en virtuales dueños de la vida ajena para extraer un rédito económico. No hay prostituta sin cliente. No hay víctima sin victimario.
Insistir con regular la prostitución es el peor de los caminos, es darles a los explotadores la herramienta legal para quedar impunes y seguir negándoles a las víctimas la posibilidad de encontrar una salida a sus vidas que no sea, precisamente, poniéndose en riesgo física y psicológicamente.
Regularizarla implicaría, además, que el Estado siga estando ausente de la solución de fondo y que, como casi siempre ocurre con la desesperación por la propia supervivencia humana, termine tendiendo parches inservibles que solo contribuirán a extender el flagelo.