Nuestra pésima política exterior
La posición del gobierno argentino favorable al legítimamente destituido presidente peruano Pedro Castillo choca con la defensa de los principios republicanos
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En tres años de gestión de Alberto Fernández, nuestro país ha carecido de una política exterior coherente al servicio de los intereses nacionales y respetuosa de los valores que nos legaron los padres fundadores de la patria.
El presidente de la Nación privilegia afinidades personales por sobre políticas de Estado, perjudicando gravemente las relaciones con países esenciales para nuestro desarrollo, olvidando un viejo aforismo atribuido a lord Palmerston, según el cual los países no tiene amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes. Hemos de considerar, asimismo, las afinidades y tradiciones culturales que nos vinculan a la región en particular y a Occidente en general.
Esos lazos, en especial con los países hermanos por cercanía, están por encima de las simpatías con sus circunstanciales gobernantes.
Nuestro primer mandatario sistemáticamente ha descuidado muchas relaciones por la simple razón de que no las encarnan amigos personales con ideologías afines. En sus viajes al exterior, son ya memorables sus incursiones por distintos pasillos en busca de abrazos, tan inadecuados como exagerados y contrarios a lo que distintas culturas ven como convenientes.
Las graves contradicciones y papelones, que incluyeron el desplazamiento de un canciller en pleno viaje a una conferencia internacional, han sido una constante lamentable. La falta de profesionalismo suma colaboradores con afinidades políticas que carecen de la experiencia y el conocimiento del mundo que las funciones diplomáticas exigen.
Los papelones de embajadores ante organismos internacionales, las contradicciones entre las declaraciones del canciller Santiago Cafiero y el Presidente, los inconcebibles votos en la OEA y la designación de embajadores como los acreditados en Rusia y en China –solo por citar dos sonoros ejemplos– más a tono con embajadores de esos países en la Argentina que con quienes han de representar dignamente los intereses de nuestro país, se han sucedido a lo largo de estos tres años de gobierno.
Las contradicciones afloran otra vez ante la reciente crisis peruana, suscitada por el intento del entonces presidente Pedro Castillo de dar un golpe de Estado, mediante la disolución del Congreso, fallido conato que le valió su destitución a manos del propio Poder Legislativo. El autogolpe de Castillo fue rechazado por 100 legisladores y apoyado solo por seis. La Suprema Corte de Justicia le impuso al destituido mandatario una prisión preventiva.
Nuestro presidente reaccionó con un llamado a la vicepresidenta peruana, Dina Boluarte, quien asumió el gobierno, actuando de acuerdo con las facultades que le reconoce la Constitución del Perú. Le siguió un comunicado conjunto con los presidentes de México, Colombia y Bolivia pidiendo la restitución en el poder de Castillo con el argumento de que representa la voluntad popular y olvidando que los representantes en el Congreso surgieron también de comicios libres y transparentes.
Alberto Fernández no disimula su afinidad con el presidente mexicano, Manuel López Obrador, un dirigente de vasta trayectoria política, pero que está alarmando a los demócratas del hemisferio con sus permanentes ataques a la libertad de prensa y sus intentos de disolver la Junta Electoral mexicana, que desde su creación posibilitó un enorme salto cualitativo en la transparencia de los procesos electorales que, hasta ese momento, habían sido una farsa al servicio de un partido hegemónico.
La cancillería peruana ha reclamado ante el embajador argentino Enrique Vaca Narvaja por las actitudes hostiles del gobierno nacional.
Nuestro país olvida aquellos viejos vínculos con el país cuya independencia fue proclamada por el general San Martín, quien se convertiría en su primer jefe de Estado. Perú fue, además, el país que más ayudó material y diplomáticamente a la Argentina durante la Guerra de las Malvinas.
Los enredos, las contradicciones y las afinidades ideológicas y políticas con los autoritarios del continente deben cesar. Se invoca el principio de no intervención para justificar la ausencia de condena a despotismos como los imperantes en Cuba, Venezuela o Nicaragua y las amenazas a la democracia que surgen en El Salvador y México. Pero ese mismo principio es olvidado para solidarizarse con los que han sido desplazados por medios legales cuando intentaron violar la Constitución de sus Estados, como sucedió en Perú.
La Argentina no puede continuar apañando regímenes que coartan libertades, jaqueando el Estado de Derecho y violentando la división de poderes, un principio absolutamente esencial al sistema republicano.