No naturalicemos el ruido
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Quién no recuerda con cierta nostalgia algo bueno que trajo la pandemia: cuán silenciosa estaba nuestra ciudad, casi sin autos ni transportes, sin aviones. Lamentablemente, Buenos Aires integra el ranking de las diez ciudades más ruidosas del mundo, con un promedio de 65 a 90 decibeles (db).
El 24 del mes pasado se celebró el Día Internacional de la Concientización sobre el Ruido. Cuando este supera los 55 db se los considera ruidos molestos. Volumen, reiteración y persistencia son los tres parámetros que no pueden superar la normal tolerancia. Diversos estudios señalan que el nivel de exposición que soporta el ser humano es de 85 db por un máximo de 8 horas, aunque la OMS reporta que por encima de los 15 minutos deja de ser seguro. Como referencia, una frenada de colectivo puede alcanzar los 100 db, mientras que un tren en movimiento alcanza los 85. La ley de prevención y control de la contaminación acústica porteña, que divide en zonas, horarios y límites, fija un tope diurno de 65 db en zonas residenciales y de 70 para las comerciales. La Agencia de Protección Ambiental local es la encargada de monitorear los ruidos a través de una red de 41 torres distribuidas en las comunas. Los mapas de ruido permiten brindan un diagnóstico, pero no resuelven la cuestión.
Recientemente, el Concejo Deliberante de Mar del Plata aprobó un proyecto que busca terminar con las motos ruidosas mediante la aplicación de fuertes multas. Dispone también el secuestro de vehículos cuyos caños de escape produzcan ruido. Se recoge así una más que razonable preocupación referida al impacto que los estruendos tienen en personas con trastornos del espectro autista (TEA), una condición que debe atenderse.
Similar medida debería adoptarse en Buenos Aires. Faltan controles y hay cuestiones no regladas, como el uso del espacio público para la venta con megáfonos y otras tantas actividades más que transforman las calles en un infierno de ruidos. Las construcciones de edificios, por caso, son un claro ejemplo más que perturbador. El Código de Edificación sigue sin exigir que se incluyan materiales que amortigüen el impacto en fachadas. Tampoco tenemos suficientes árboles, tan útiles a dichos fines. Afortunadamente, hemos comenzado a ver paneles fonoabsorbentes en viaductos.
Las quejas de vecinos del Campo Argentino de Polo y del Hipódromo de Palermo sobre ruidos y vibraciones fueron oídas y todo indica que dejarán de ser sede de megarrecitales en 2025 cuando sean trasladados al Parque de la Ciudad, el Parque Roca y al Autódromo.
Debemos también concientizar sobre los pésimos efectos de la contaminación sonora. Podemos cerrar los ojos ante una luz fuerte, pero no podemos cerrar con la misma facilidad los oídos. Faltan leyes que regulen los niveles altos de ruido. La aprobación del proyecto que aguarda en el Congreso traería mayor fiscalización, aumento de los controles y aplicación de multas. No hagamos oídos sordos.