Ni Juana lo hubiera imaginado
El discurso oficial usa con frecuencia a nuestros héroes de la independencia para avanzar en el proyecto hegemónico y de impunidad de la vicepresidenta
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Juana Azurduy, patriota argentina que luchó por la independencia en el Alto Perú junto a Belgrano y a Güemes, nunca hubiera imaginado las vueltas que tendría su vida, aun después de su muerte. Que iba a ser rival de Cristóbal Colón en las preferencias monumentales de la ciudad de Buenos Aires; que un presidente de la Nación, 200 años después de fallecer Güemes, la fuera a invocar como musa inspiradora y mucho menos, que fuese utilizada como instrumento político para la impunidad de otra mujer, procesada por delitos contra el patrimonio del Estado.
Alberto Fernández, conforme al libreto de la vicepresidenta, recurre al ejemplo de héroes de la independencia, como San Martin, Belgrano, Güemes y Juana Azurduy cuando debe enfrentarse a grandes desafíos de su gestión, como la pandemia y la economía, y también a “la maledicencia de los medios y las chapucerías de la oposición”.
Ya avanzado el siglo XXI, es tiempo de asumir nuestro pasado y reconocer que tanto quienes luchaban armados como los estadistas que gravitaron desde 1853 hasta la actualidad conformaron el país que somos. Quienes batallaron por la independencia lograron que las antiguas colonias españolas tuvieran un gobierno de criollos, autónomo y soberano. Una vez logrado ese objetivo, otros prohombres se dedicaron a crear instituciones, para que esas provincias distantes constituyesen una gran nación. La primera fue la espada; las siguientes, la pluma y la palabra.
Para Tulio Halperín Donghi, el desafío fue crear “una nación para el desierto argentino”. Con todos sus conflictos y armonías, el desierto se transformó en ejemplo de progreso a nivel mundial, no solo material, sino también educativo y cultural. La primera simiente la plantó la generación de 1837 (Echeverría, Sarmiento, Gutiérrez, Alberdi), que propugnó una identidad nacional, de base democrática.
Son tan ricos los años siguientes en polémicas y realizaciones que no se entiende por qué Fernández debe remontarse a las guerras de la independencia en busca de inspiración. Sin pretender recorrer toda la historia argentina, si quisiera exaltar su política sanitaria, podría evocar a Cosme Argerich, introductor de la vacuna contra la viruela en 1805 y al heroico Francisco Javier Muñiz, quien la reintrodujo en 1844, cuando faltaban por el bloqueo anglo-francés, hasta morir ejerciendo su profesión, durante la fiebre amarilla (1871). O a los nietos de Cosme, los médicos Manuel y Adolfo Argerich, que fallecieron por igual razón en el mismo año que Muñiz.
Si de educación común se tratase, ahí tiene los debates entre Eduardo Wilde, Pedro Goyena y José Manuel Estrada. Y en materia laboral, antes que el aguinaldo de Perón, encontraría a Juan Bialet Massé, a Joaquín V. González y a don Alfredo Palacios. Si lo trastorna la crisis económica, encontrará inspiración en el tucumano Nicolás Avellaneda en 1876; en Carlos Pellegrini en 1890, o en Luis Sáenz Peña, quien reestructuró la deuda externa en 1893.
Para hablar de industria, puede citar nuevamente a Pellegrini y si quiere defender el “ancla” del dólar, lo ayudará el socialista Juan B. Justo, enemigo de las devaluaciones. Si no le gusta Julio A. Roca, allí está el grupo “modernista” de Roque Sáenz Peña, José Figueroa Alcorta, el citado Pellegrini, Indalecio Gómez y otros, que impulsaron el voto masculino, secreto y obligatorio. Y también los primeros radicales que acompañaron a Leandro Alem, como Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle, Lisandro de la Torre e Hipólito Yrigoyen. Sin mencionar al fundador de este diario, para evitar autorreferencias.
Pero el Presidente prefiere limitar su discurso a las guerras de la independencia, para acoger los preceptos del socialismo nacional que pretendió implantar Montoneros antes de que Perón los echase de la Plaza aquel 1º de mayo de 1974 y que todavía entusiasma a sus seguidores de La Cámpora medio siglo más tarde. Pasamos de la libertad sanmartiniana a la liberación marxista.
El socialismo nacional dio una vuelta de tuerca al nacionalismo tradicional, inspirándose en Juan Antonio Mella, José Carlos Mariátegui, Aníbal Ponce, el Che Guevara, Juan José Fernández Arregui, John William Cooke y tantos otros, identificando al imperialismo como origen de todos los males y en la dependencia, la causa de la disgregación de nuestros pueblos. El ideal de la “patria grande” latinoamericana de Manuel Ugarte, ahora patria socialista, exige luchar contra tres enemigos; el exterior, el interior y el anterior, representados por “el imperio” (EE.UU.), la antipatria local y los gobiernos anteriores.
Al igual que en la Rusia de Lenin o en la Cuba de Castro, el gran obstáculo para imponer la sociedad sin clases es la clase media. En la Argentina, la clase media resultó del aluvión inmigratorio que adoptó valores burgueses, como el ahorro, el mérito, el ascenso social, la iniciativa privada. Esa clase media que, “por preferir el comercio” a la auténtica soberanía, aceptó el modelo de dependencia sin chistar. Esa clase media que, según el análisis marxista, blindó sus privilegios con un sistema constitucional que excluye de derechos a los desposeídos, indígenas y “cabecitas negras”.
Los sucesores de Héctor Cámpora aprendieron de Ernesto Laclau la necesidad de establecer una nueva hegemonía para hacer valer el poder popular sobre el modelo republicano que utilizaría, según su visión, la división de poderes, la independencia del Poder Judicial, la periodicidad de los mandatos y la libertad de prensa como herramientas para perpetuar un sistema de exclusión.
Para consolidar el poder interno, el camporismo llama a la lucha contra los enemigos de la patria, como en tiempos de San Martin, Belgrano, Güemes y Juana Azurduy. Y con mayor razón, si la gesta tiene un fin práctico, como la impunidad de Cristina Kirchner, por sus múltiples delitos contra el patrimonio público. Y allí va, nuestro presidente Alberto Fernández, repitiendo, ni convencido ni convincente, un libreto burdo y utilitario que él nunca escribió.
Juana Azurduy, la guerrillera de Chuquisaca, nunca hubiera imaginado las vueltas que tendría su vida, incluso después de su muerte.