Necesaria convergencia con el mundo
Además de desregular, la Argentina debe encarar reformas estructurales con el propósito de crear valor genuino para aumentar su inserción en los mercados internacionales
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Malas noticias para la Argentina: el precio de la soja se ha derrumbado en Chicago a alrededor de 345 dólares por tonelada, en contraste con los 650 dólares que alcanzó durante la gestión de Cristina Kirchner en 2012. Peores noticias vendrán luego, pues cuando hay sequía o caen los precios internacionales, la economía debe ajustarse por la falta de flexibilidad de su estructura para responder a estos imprevistos.
El Gobierno no puede compensar a los productores bajando las retenciones, pues debe financiar el enorme gasto público que absorbe el 50% del PBI. Tampoco el sector industrial puede equilibrar esa balanza, ya que, en su mayor parte, está diseñado para el mercado interno y no para generar divisas. El costo argentino no se lo permite y coloca a sus precios fuera del mundo.
Es la famosa “restricción externa” repetida periódicamente desde la crisis de 1949-52 con sus “cuellos de botella” cambiarios que conducen a devaluaciones y caídas de salarios reales, verdaderas “maldiciones bíblicas” que nadie ha querido enfrentar en serio por la magnitud del desafío político, económico y social.
En la raíz de ese drama recurrente se halla el pensamiento militar populista, que, desde aquel 9 de julio de 1947 cuando el entonces presidente Juan Domingo Perón declaró desde Tucumán la “independencia económica”, ha continuado vigente hasta nuestros días. Desde entonces, todos han puesto su granito de arena para que la Argentina se alejase del resto del orbe, con un “efecto Doppler” de corrimiento hacia el rojo.
Si el objeto del desarrollo no ha sido privilegiar la prosperidad de las familias sino asegurar la soberanía, se comprende que la palabra “competitividad” fuese excluida del léxico político y reemplazada por objetivos “estratégicos” como la ocupación territorial, la demanda de mano de obra, la producción de insumos esenciales, la utilización de materias primas locales, la satisfacción de reclamos provinciales o el control estatal de sectores críticos. Cualquier cosa, menos producir bienes en las mejores condiciones de precio y calidad, como el mundo los requiere.
Basta revisar las prioridades fijadas por aquel mítico Consejo Nacional de Posguerra (1944), los Planes Quinquenales del primer peronismo (1947 y 1953), los estudios del Conade (1961–1973) desde su creación por Arturo Frondizi hasta la Revolución Argentina con sus 160 Políticas Nacionales (Decreto N° 46/70) y el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional (1973) de Héctor Cámpora, para encontrar su notable similitud a pesar de las diferencias ideológicas. Los años han pasado, pero esas ideas y creencias continúan siendo parte del “ser nacional” y poco han cambiado. Raúl Alfonsín no pudo hacer una reforma sindical y Carlos Menem, a pesar de sus reformas, debió endeudarse para continuar financiando ineficiencias. La cerrada oposición a la versión original de la Ley Bases en el Congreso de la Nación confirma esa apreciación.
Fue así como el Estado Nacional impulsó proyectos con múltiples objetivos “estratégicos” pero ignorando el más sencillo: la provisión de bienes y servicios competitivos para el consumo interno y los mercados externos. Llevamos 80 años confundiendo la agregación de costos con la creación de verdadero valor. En la escuela no se enseña que no es lo mismo generar riqueza contante y sonante que acumular costos gravosos que nadie quiere convalidar. Emplear mucha gente, procesar insumos de baja calidad o acumular inventarios en lugares remotos no aporta al bienestar general, aunque se haga flamear la bandera nacional. Desperdiciar esfuerzos y malgastar recursos ha sido una política de Estado en pos de una autarquía inalcanzable, sin ponderar la dimensión ética de esos errores, que ahora se reflejan en niveles inmorales de pobreza.
Cuando un país insiste en embrollar soberanía con prosperidad, le resulta irresistible multiplicar organismos públicos con nombres rimbombantes que solo benefician a militantes y proveedores, agregando costos irrecuperables al quehacer productivo. A su vez, cuando se utilizan la protección y el subsidio para compensarlos, se generan incentivos que alientan inversiones ineptas para el comercio global y conquistas sindicales que aumentan la improductividad. La economía ha funcionado a “coste y costas” como en la obra pública, intentando trasladar a precios cargas laborales irracionales, condiciones logísticas abusivas y regímenes fiscales asfixiantes.
Esa deformación se ha convertido en un callejón sin salida por las capas geológicas que lo bloquean. El tiempo ha creado hechos consumados que afectan a gran parte de la población: migraciones internas, expansión de barriadas, quioscos, changas y comercios, además de contratistas y proveedores que dependen de ellos, rodeados de sus propios microcosmos. Tierra del Fuego es un ejemplo sombrío, donde se han radicado miles de argentinos provenientes de las localidades más distantes, ignorando la fragilidad e inconveniencia del régimen de promoción que sostiene sus empleos.
El despliegue irresponsable de “costos agregados” sin cuentas para rendir se ha basado en la apropiación de la renta agropecuaria, como si fuera una plusvalía de dominio público y no resultado de inversiones y aportes de tecnología hechos por particulares. Ese esquema tiene una insostenible falla de origen pues, como vemos con el precio de la soja, hace depender la alimentación, la educación y la salud colectivos de los vaivenes de fenómenos climáticos o de guerras distantes.
La Argentina debe encarar reformas estructurales para no dilapidar más generaciones en el altar de ideologías superadas. La prioridad debe ser la creación de valor genuino para su inserción en el mundo haciendo converger sus precios internos con el resto del planeta para que su remanido potencial de alimentos, energía, minería, turismo y conocimiento, se haga realidad.
El desafío es enorme pues no basta con desregular, como en las actividades que pueden desplegarse con cambios legales, sino que debe alterarse el trabajo de muchas personas, del sector público y privado, enlazado por cadenas de valor que deban modificarse. Es indispensable que una fuerte caída del riesgo país impulse el ingreso de capitales para financiar la transición como en todo proceso de reconversión.
Ese esfuerzo requiere el apoyo de una coalición modernizadora, formada por dirigentes políticos que piensen en el largo plazo y por líderes cuyos intereses estén alineados con la inserción del país en el mundo. Y si no se logra en lo inmediato, serán las elecciones del próximo año las que definan si la Argentina tomará ese camino u optará por la nostalgia de aquel 9 de julio de 1947.
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