Minoridad y delito
El estado de desamparo actual de los menores y el grado de peligrosidad que muchas veces muestran debe ser analizado con seriedad y sin tintes ideológicos
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La comisión de un delito por parte de un menor genera desde antaño reacciones sociales diversas. Atender a la edad a la cual el joven, o el niño, como lo llama la legislación internacional que hemos incorporado a la nuestra, puede ser punible, dispara opiniones divergentes. La propuesta de bajar la edad de imputabilidad gana apoyos en respuesta a una situación que se agrava diariamente, con vidas segadas por quienes precisamente no la valoran. Pareciera que se impone aplicar penas que se correspondan con los delitos que los menores cometan: por delitos de mayores, penas de mayores.
Históricamente, el Reglamento de Procedimientos Contravencionales de la Policía Federal declaraba punibles las infracciones a los edictos expedidos por el jefe de la Policía Federal y facultaba a los agentes a detener a menores de edad sin dar aviso al juez competente, labrando actuaciones extrajudiciales a los mayores de 14 años y aplicando la pena de amonestación a los menores de 18 que incurrieran en contravenciones de mayores.
La ley 10.903, de 1954, estableció el Régimen de Menores y de la Familia. Conocida como la ley Agote. Esta sustituyó el régimen de la patria potestad del Código Civil de Vélez Sarsfield con disposiciones que fijaron los casos de su pérdida. Se determinó la no punibilidad absoluta para menores de 16 y se limitó la de menores de 18 por delitos reprimidos con penas inferiores a los dos años de privación de la libertad o perseguibles mediante acción privada a penas de multa o inhabilitación. La norma facultó a los jueces de menores, en caso de entender que el menor no punible penalmente se encontraba alejado del cuidado de sus padres, en peligro moral o físico, previa audiencia con ellos, a disponer del menor hasta por un año, alojándolo en establecimientos especiales bajo la vigilancia del Consejo Nacional del Menor. A estos fines creó el patronato homónimo. Esa disposición respecto de la no punibilidad del menor y su alojamiento en establecimientos especiales es, en la práctica, equivalente a la pérdida de la libertad ambulatoria, que constituye por tanto una sanción que corresponde al derecho penal de mayores.
En 1976, la ley 21.338 derogó los límites de imputabilidad penal establecidos anteriormente, fijándolos en 14 o 16, según la penalidad del delito cometido.
Siguiendo los consejos de una comisión especial, otra ley de 1980 creó el Régimen Penal de la Minoridad que, con alguna modificación, rige hasta ahora. Esa norma fijó la edad de inimputabilidad absoluta de los menores que no hubieran cumplido 16 años y de los que no hubieren cumplido los 18, por delitos de acción privada o de acción pública, reprimidos con prisión de dos o menos años, o con penas de multa o inhabilitación. En caso de mediar imputación, facultó a los jueces a comprobar la existencia del delito, a tomar conocimiento directo de este, a contactar a sus padres, tutores o guardadores y, completadas otras diligencias, disponer provisionalmente del menor, de entenderlo necesario, alojándolo en lugar adecuado para su mejor estudio durante el tiempo que fuera indispensable. Si de esos informes resultaba que el menor se hallaba abandonado, falto de asistencia, en peligro material o moral, o presentando problemas de conducta, previa audiencia de aquellos, el juez puede disponer definitivamente de él.
Mediante otra ley, en 1989 nuestro país adoptó la Convención Internacional de los Derechos del Niño, que regula los derechos de las personas desde su nacimiento hasta los 18 años, adhiriendo a los que asisten al menor y a los deberes de los Estados signatarios al respecto. Estos deben atender siempre el interés superior del niño, especialmente aquel propio del sujeto a imputación penal. Sin embargo, la Convención no fija una edad a partir de la cual podrá ser el menor objeto de reproche penal.
La revisión de las referidas normas confirma que bajar el límite de la imputación penal en razón de la edad, como sucedió en el tiempo, no logra el resultado perseguido y evidencia la dudosa eficacia de la adopción de un derecho especial como el actual. Lo que sí parece quedar claro es que la sociedad no está dispuesta a renunciar al castigo o a la sanción del menor que delinque.
No pueden dejar de estudiarse o valorarse las condiciones y situaciones atravesadas por quien incurre tempranamente en un delito. Corresponde medir su responsabilidad y fijar lo más estrictamente posible el tipo y duración de cualquier respuesta sancionatoria en tanto esta marcará también el resto de su vida.
En la aplicación al derecho del menor siempre debe prevalecer el principio según el cual la imposición de medidas que impliquen retracción de sus derechos debe ser el último recurso de política social. El Estado, la familia y la comunidad deben ser partícipes necesarios y fundamentales a la hora de elaborar toda política de tutela y protección de menores.
La pobreza extendida, la cantidad de jóvenes sin escolarización, la enorme proliferación de la droga, la ausencia de ejemplaridad y de valores, la confusión entre represión y sanos límites, en los términos que utiliza todo nuestro Código Penal, condicionan gravemente la capacidad de la familia y de los educadores para brindar contención a un segmento tan importante de la sociedad. A la falta de establecimientos adecuados y dignos para la rehabilitación del menor delincuente se suma la inexistencia del inspector de menores previsto en la antigua legislación para el seguimiento y control del que ha sido puesto en libertad controlada. También carecemos de maestros que contribuyan positivamente a la reeducación. La ausencia de responsabilidad de muchos medios de comunicación que exhiben escenas explícitas de violencia, drogas y corrupción de todo tipo, agravada por una degradación general de las costumbres sociales, tornan muy difícil adoptar y aplicar eficazmente las recomendaciones de la Convención Internacional a la hora de implementar cambios al actual régimen penal de la minoridad, cuyo objetivo es, en definitiva, contribuir a erradicar la delincuencia juvenil.
Ante la imposibilidad práctica de responsabilizar económicamente a los padres por el daño causado por el delito de sus hijos, el remedio para la delincuencia juvenil se muestra poco viable. El estado de desamparo actual de los menores y el grado de peligrosidad que muestran obliga a debatir seriamente y a reconsiderar sin anteojeras ideológicas si no debería fijarse en 12 años el límite de la imputabilidad en general.