Merecer los libros y las artes
Es de esperar que, luego del necesario ajuste, la Argentina prospere y pueda contar con recursos públicos y privados para la expansión de la vida cultural
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Las naciones desarrolladas aumentan los niveles de bienestar de su población como ondas virtuosas que se expanden desde el núcleo de subsistencia elemental a círculos cada vez más amplios de satisfacción integral. Esa dinámica de prosperidad creciente permite una mayor realización de las personas como seres humanos en materia de ingresos, trabajo, salud, educación, cultura y entretenimiento.
Sin embargo, esa expansión benéfica no surge de la nada. Requiere buenos gobernantes, un marco institucional con incentivos adecuados y un capital social sólido, que vincule a los individuos con lazos de confianza, honradez y previsibilidad. Nada de eso es gratis y, cuando se alcanza, es frágil y difícil de sostener.
La Argentina se desarrolló a partir de 1862, cuando sus gobernantes se propusieron expandir el bienestar mediante la integración territorial, la educación primaria, la construcción de hospitales, el desarrollo de infraestructura, la expansión de la agricultura, la producción ganadera y la instalación de nuevas industrias. Entre 1869 y 1898 llegaron 65 maestras estadounidenses para enseñar en escuelas normales y el esfuerzo educativo fue tan importante que el 80% de analfabetismo se redujo a la mitad en el Centenario. Con la difusión de la lectura, se crearon bibliotecas populares por todo el país. La primera fue la Sociedad Franklin en San Juan, la tierra de Sarmiento (1866). La formidable Biblioteca Nacional nació en 1810; la Biblioteca del Congreso de la Nación, en 1859, y la Biblioteca Nacional de Maestros, en 1870.
Se crearon instituciones culturales sin parangón en América Latina: el Museo Nacional de Bellas Artes (1896), el Conservatorio Nacional de Música Carlos López Buchardo (1924), la Escuela Superior de Bellas Artes Ernesto de la Cárcova (1923), la Escuela Nacional de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón (1940), la Escuela Nacional de Arte Dramático Antonio Cunill Cabanellas (1946), la Escuela Nacional de Danza Clásica (1977), además de museos, escuelas, orquestas y teatros provinciales y municipales.
Ahora el mundo de la cultura se ha conmocionado por el proyecto de “ley ómnibus” enviado al Congreso que propone, entre otros, el cierre del Fondo Nacional de las Artes (1958), del Instituto Nacional del Teatro (1997) y de la Música (2012), del Fondo para Bibliotecas Populares (1986), limita los ingresos del Instituto Nacional del Cine (Incaa) al impuesto del 10% a las entradas y deroga la ley del libro (2002).
El daño al cine, a las artes, a la música, al teatro y a los libros ya está consumado, igual que a los ingresos de la población. Fue causado por la destrucción del sustento material -y moral- de tantas instituciones emblemáticas creadas para impulsar talentos y realizar vocaciones
Pero el daño al cine, a las artes, a la música, al teatro y los libros ya está consumado, igual que a los ingresos de la población. Fue causado por la destrucción del sustento material –y moral– de tantas instituciones emblemáticas creadas para impulsar talentos y realizar vocaciones. Sin moneda ningún beneficio tiene valor, ningún premio sirve, ninguna beca alcanza. Sin honradez, ningún organismo mantiene su dignidad y sin asepsia política, ninguno es inmune a la discriminación ideológica. En síntesis, no se quita lo que ya no existe, aunque subsistan organismos y organigramas.
El decreto no elimina el apoyo al cine, a las artes, a la música, al teatro y a los libros, sino que, ante la quiebra del Estado, los mide con la misma vara que al resto de los trabajadores cuyos ingresos dependen del presupuesto nacional. Es decir, de lo que cada año haya para repartir. Como a los educadores y anestesistas, meteorólogos y submarinistas, técnicos nucleares y maestros rurales. Así funciona la democracia.
Hubiera sido políticamente correcto no molestar al mundo de las artes, la música, el teatro, el cine y los libros evitándose un disgusto con los referentes de la cultura. Pero la Argentina en bancarrota no puede permitirse gastos que soslayen la ley de leyes, aunque resulte antipático.
Como una familia fundida, sus miembros deben sentarse en la mesa de la cocina, vaciar todos los bolsillos, contar los porotos y priorizar las necesidades. De lo contrario, se habría resuelto la cuadratura del círculo fiscal y bastaría con crear fondos especiales para todas las actividades asfixiadas por el ajuste. Se eliminaría la odiosa tarea de preparar cada presupuesto anual y todos (la salud, la Justicia, la educación, la seguridad, las artes, el teatro, el cine y la música) tendrían sus ingresos asegurados.
En las épocas doradas de nuestra joven república, con sus primeros conservatorios, escuelas de bellas artes, estupendos museos, espléndidos teatros, magníficos edificios, grandes editoriales y múltiples publicaciones, los ministros eran personalidades destacadas, incluso premios Nobel y autores de doctrinas internacionales. Pero el lustre áureo de aquellos tiempos debía merecerse, no opacarse. Durante los últimos 20 años hemos lucido ministros con tobillera electrónica y malversadores seriales que son una bofetada para quienes no tienen comida en la mesa familiar. La cena navideña del expresidente Alberto Fernández y su esposa en un carísimo restaurante madrileño “añade insulto a la injuria”, como se dice en inglés.
Sin moneda ningún beneficio tiene valor, ningún premio sirve, ninguna beca alcanza. Sin honradez, ningún organismo mantiene su dignidad y sin asepsia política, ninguno es inmune a la discriminación ideológica. En síntesis, no se quita lo que ya no existe, aunque subsistan organismos y organigramas
Se sostiene, con razón, que en países desarrollados existen entidades como el Fondo Nacional de las Artes. Que fue decisivo para Marta Minujín, Julio Le Parc, Sara Facio, Leonardo Favio, María Elena Walsh o Alejandra Pizarnik. Y eso también es cierto, como LA NACION lo ha reconocido mil veces. Pero detrás de ellos también hay mediocres con méritos insuficientes para tener prioridad frente a las necesidades de enfermeras de noche, maestras diferenciales o personal de bases antárticas. En un bote al garete con una sola botella de agua, es legítimo hacer esta comparación, caso por caso, en lugar de entregarla –sin mayor análisis– a quienes se sirven de Minujín, Le Parc, Facio, Favio, Walsh o Pizarnik en su provecho, excluyendo a muchos connacionales en el llano cuyos esfuerzos, a veces heroicos, están mal remunerados.
La Argentina del siglo pasado contaba con recursos para unos y para otros. Ahora se parece más a Burkina Faso que a Noruega o a Canadá. No solo por la pobreza infantil, sino también por la inmoral riqueza de expolíticos, sus amigos y testaferros. Nos han dejado frente a una realidad distinta a la imagen que aún tenemos de nosotros mismos. Entre los recursos a poner sobre la mesa ahora deben incluirse los fondos especiales, los fideicomisos, las transferencias discrecionales y los beneficios desviados.
En cuanto a la ley del libro, es comprensible que las cámaras se opongan a la eliminación del precio único, su conquista sectorial. Pero no imaginan cuál será el impacto sobre su actividad cuando la inflación se erradique, el poder de compra se fortalezca y los costos de producción bajen por la desregulación y la apertura. Si eso ocurriese, tendrán un país muy distinto al que motivó la ley que se deroga.
Esperemos que los argentinos tomemos nota del costo social –y cultural– que implica emitir dinero para ganar votos, subsidiar provincias incorregibles, pagar doble pensión a la expresidenta, emplear a miles de ñoquis, sobrefacturar obras públicas, inflar pautas publicitarias, llevar diarios en avión a El Calafate y comprar el apoyo de sindicalistas y piqueteros –además de artistas– con privilegios inmorales.
Y que, luego del ajuste, la Argentina prospere y cuente con recursos públicos y privados para la expansión de las artes, la música, el teatro, el cine, las bibliotecas populares y todas las expresiones culturales que siempre han destacado a nuestro país. Con seguridad, al sacar las manos kirchneristas de las cajas del Estado y expandirse la economía sin regulaciones corporativas, cuando la moneda recupere su valor y el público remunere el talento con dinero de verdad, las quejas actuales se habrán olvidado, como en Good bye Lenin (2003), la película de otro cambio emblemático que debería servirnos como ejemplo.