Manteros, mafias y delitos
Es hora de buscar una solución para que el espacio público porteño deje de ser rehén de los piquetes y de quienes ejercen el comercio en forma ilegal
El espacio público porteño sigue siendo rehén de los más diversos reclamos. A los piquetes que diariamente convierten el tránsito en un caos y que recortan el derecho constitucional a la libre circulación de todas las personas -en promedio, hubo 12 piquetes diarios solamente en el mes que acaba de concluir- se suman las veredas literalmente tomadas por personas o grupos de personas que desarrollan actividades no autorizadas, en franca competencia ilegal con los comercios debidamente establecidos. A ellos hay que agregar a los conocidos "trapitos", que extorsionan a los automovilistas cobrándoles por estacionar en lugares donde está permitido hacerlo.
Estos abusos, que van desde contravenciones a la comisión de graves delitos, volvieron a quedar visiblemente expuestos a raíz de los últimos operativos para desalojar a los manteros de la zona de Once . El domingo 26 de enero, inspectores de la Ciudad y la Policía Metropolitana levantaron 30 puestos de venta ilegal en las proximidades de esa estación ferroviaria -hubo incluso una persona demorada por resistirse al desalojo-, y al día siguiente al mediodía, varios de los manteros expulsados volvieron a ocupar las veredas de la zona como si nada hubiera pasado. Así, a más inspecciones y desalojos le siguieron protestas callejeras y la nueva toma de esos espacios.
No es la primera vez que esto ocurre, bien lo saben autoridades y ciudadanos, que luchan, cada cual a su manera contra una situación que tiene muchas aristas, y que, en este caso, se circunscribe, físicamente, a la zona de la avenida Pueyrredón, entre Corrientes y Rivadavia, y a Rivadavia, entre Pueyrredón y Azcuénaga.
Algunos aspectos del problema están bien claros, como la cantidad de dinero, verdaderas fortunas, que moviliza la venta ambulante ilegal; otros son más siniestros: la trata de personas -la mayoría de los manteros son extranjeros indocumentados o con documentos apócrifos, sujetos a un trabajo esclavo- y una red de connivencias entre las mafias que operan detrás de ellos y algunos comerciantes del barrio, que guardan las mercaderías a los vendedores en sus locales al final del día, a cambio de un pago que oscila entre los 200 y los 300 pesos mensuales, y de cuya existencia tendría, según dijo, numerosas pruebas la fiscal porteña Verónica Guagnino, que actuó en los allanamientos del domingo pasado.
En lo que va de este año, el Ministerio Público Fiscal ya ha realizado 35 allanamientos a estos locales que funcionan como depósitos o que desvirtúan el rubro para el cual fueron habilitados.
Las cifras que se manejan transparentan, también, por qué es tan conveniente para muchos esta situación: según un informe de la Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME), de diciembre pasado, había en ese momento 463 puestos de venta ilegal en Once -que representan el 16,8 por ciento de los puestos ilegales de la Capital- por los que circulan unos 52 millones de pesos, de los más de 300 millones de pesos que producen los 2800 puestos de venta ilegal en territorio porteño. Por su parte, un vendedor ambulante recibe entre 80 y 250 pesos por día, y se estima que cada puesto ilegal puede llegar a obtener entre 2000 y 3500 pesos por día.
Se comprende, entonces, muy bien, por qué la erradicación es tan dificultosa. Hay demasiados intereses económicos espurios y una voluntad política y judicial que resultan insuficientes para regular esta situación de tan larga data.
En efecto, para los encargados del tema, la Secretaría de Uso del Espacio Público de la ciudad, los allanamientos -que implican el secuestro de mercadería y de mobiliario urbano no permitido- continuarán, como una forma de desgastar a las organizaciones mafiosas que se esconden detrás de los vendedores en la calle.
La razón por la cual se hace más difícil erradicar a los vendedores ambulantes de Once que de Retiro, Constitución y la peatonal Florida es justamente la existencia de estas organizaciones mafiosas que la Justicia dice haber detectado y que ahora busca desmontar.
Es importante que se haya decidido obrar de esta manera, ya que la experiencia indica que los operativos policiales no pueden ser la única garantía de acatamiento de las normas.
Pero no sólo se impone desalentar el comercio ilegal, que conlleva el trabajo esclavo de personas, muchas de las cuales no están en condiciones de elegir, y favorece con la ocupación de la calle el crecimientos de robos y hurtos a los peatones. Hay que ir más allá y buscar un cambio cultural: que los consumidores comprendan que cada vez que compran productos adquiridos ilegalmente prolongan todas las lacras de las que, fuera de contexto, suelen quejarse amargamente.
Es hora de enfrentar el problema con decisión, no sólo desde el Poder Ejecutivo, sino desde el Legislativo y el Judicial. Algunas de esas inconductas callejeras, como la acción de los trapitos, están casi amparadas por la ambigüedad de la ley porteña que parece más decidida a garantizar la ilegalidad que a combatirla.