Manos en la lata: el derrumbe final
El exotismo nacional y popular de nuestro país ocurre gracias al berrinche de la vicepresidenta, quien privilegia su impunidad sobre cualquier objetivo general
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Se estima que la Argentina ha sufrido 16 crisis económicas desde la Organización Nacional (1862) hasta la actualidad. En promedio, una crisis cada diez años. Y desde el Rodrigazo (1975) hasta ahora se aceleraron: una cada seis años y medio.
Avellaneda, Juárez Celman, Yrigoyen, Perón, Frondizi, María Estela Martínez, Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde, en períodos democráticos y diferentes contextos, debieron afrontar crisis causadas por desajustes fiscales, potenciadas por shocks externos y desórdenes políticos, en distintas proporciones. Y reflejadas en inflación y endeudamiento, efectos y no causas de aquellas.
Sin embargo, ninguna tuvo su origen en el deseo de ninguno de esos gobernantes ni de sus predecesores por lograr beneficios personales ajenos a sus distintas visiones del bien común. El “berrinche” de la vicepresidenta de la Nación, quien ha privilegiado su impunidad penal sobre cualquier otro objetivo de interés general, ha introducido un exotismo nacional y popular que solo ocurre en la Argentina.
Ante la prohibición de atacar las causas de la inflación, la orden es recurrir a herramientas que solo presagian un peor mañana: cepo cambiario, control de precios, subsidios, planes sociales y déficit cuasi fiscal
Como una niña caprichosa, empecinada en sacar la lata que estaba más abajo de una enorme pila, Cristina Kirchner retiró la de su preferencia, cuya etiqueta contiene, simplemente, la palabra “impunidad”. Esto hizo caer al piso las restantes, una a una, en un encadenamiento, previsible y subestimado, de calamidades. No hubo un plan para sujetarlas y allí están ahora, rodando entre nosotros, todas ellas. Con rótulos que explican las consecuencias sociales de su capricho criminal: pobreza, déficit, inflación, indigencia, desempleo, planes, subsidios, controles, brecha, quebrantos, hambre, marginación, piquetes, inseguridad, drogas, analfabetismo, intemperie.
Si lograr impunidad requiere ganar votos a cualquier precio, deberá gastarse más. Si ello exige incrementar el déficit fiscal a niveles insostenibles, se hará igual. Así cayó la segunda lata. Si algunos funcionarios se resisten a hacerlo, serán desplazados: “Los que no se animen, que vayan a buscar otros laburos” (Cristina Kirchner. Estadio Único de La Plata. diciembre de 2020).
A falta de crédito voluntario, interno o externo, el déficit debe financiarse con emisión monetaria. Si la impunidad requiere mayor emisión, “un Estado soberano no necesita pedir dinero prestado porque lo puede crear. Todos los pesos que se quieran crear se pueden crear” (Fernanda Vallejos. Septiembre de 2019). Allí fue la tercera lata, la más envenenada de todas.
La inflación se proyecta a niveles del 60% por año, arrastrando tras de sí niveles de pobreza e indigencia nunca vistos en la Argentina. El aumento vertiginoso del nivel general de precios, como en Venezuela, Zimbabwe o Sudán, no solamente aumenta la pobreza, sino que impulsa conflictos sociales: paros en fábricas, piquetes en rutas, tomas de oficinas públicas, violencia callejera, proliferación de delitos y expansión de las drogas. Cuarta, quinta, sexta, hasta la décima lata caen por el aire.
Ante la prohibición de atacar las causas de la inflación, la orden es recurrir a herramientas que solo presagian un peor mañana: cepo cambiario, control de precios, subsidios económicos, planes sociales y déficit cuasi fiscal. Otras diez latas al piso, que ya impiden el paso y paralizan la circulación.
Alberto Fernández debería ayudar a recoger las latas que volteó Cristina Kirchner y rehacer la pila en consideración a los argentinos que sufren la decadencia del gran país que se construyó con el esfuerzo que proponía Avellaneda
El cepo cambiario distorsiona incentivos al exacerbar la demanda de dólares por parte de los importadores y retraer la oferta de los exportadores. Círculo perverso que reduce cada vez más las reservas y, al aumentar la incertidumbre, presiona sobre los mercados alternativos.
El Banco Central vende sus escasos dólares para atender esa demanda financiera y evitar presión sobre los precios. En términos kirchneristas, “Pesce financia la fuga con dólares escasos, que deberían ir a la producción”. El riesgo país vuela a más de 1700 puntos básicos. Ninguna inversión es posible, ni en hidrógeno verde. Más latas al piso, que empujan otras, peores que las anteriores.
El cepo obliga a cerrar la importación de maquinarias y repuestos, afectando a las industrias y al campo. Los faltantes en transporte y equipos informáticos dañan todas las actividades. La caída de importaciones encarece el costo de las bodegas, por menor tráfico con Buenos Aires. Otras latas caídas que traban a las demás.
El control de precios, además de inútil, es hipócrita y dañino. Es hipócrita por ser un despliegue teatral con el solo objetivo eleccionario. Y es dañino, al señalar como enemigos a las industrias y a los supermercados, pilares del empleo regular y las buenas prácticas de gestión. Los controles provocan desabastecimiento, mercados negros y ajustes por cantidad o por calidad. Se enseña en el ingreso a Economía de la UBA, no en Columbia. Más latas desmoronadas por la primera, rotulada “impunidad”.
El déficit cuasifiscal, otra herramienta perversa del BCRA, absorbe la emisión descontrolada de pesos con la emisión descontrolada de letras. Se llevan toda la capacidad prestable de los bancos, hacen desaparecer el crédito y desnaturalizan el rol de las entidades financieras. Esa deuda es tan grande como el propio déficit fiscal y solo presagia una explosión inflacionaria futura o la quiebra del sistema financiero. Lata con botulismo que continúa inflándose, en el suelo, a punto de estallar.
Ningún senador, ningún diputado, ningún gobernador, ningún líder sindical, ningún dirigente de la coalición oficialista fue capaz de detenerla cuando estiró su mano altanera y retiró esa lata que rezaba “impunidad”. Por cobardía o patéticas miserabilidades, tampoco evitaron que el resto cayera al piso, sumiendo a la Argentina en la mayor decadencia.
Nicolás Avellaneda, ante una situación semejante, pronunció su famosa arenga patriótica de 1876, base del crecimiento que hizo a la Argentina una potencia mundial: “Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta su hambre y su sed para responder a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”.
Máximo Kirchner, diputado y jefe de La Cámpora, en su “épico” discurso en el acto en memoria de su padre, denunció al “acoso mediático”, al “poder económico” y al Fondo Monetario por proponer equilibrar las cuentas públicas, asegurando que no dejará que nos impongan las cosas y, “menos, el FMI”. Rematando con una invitación al chiflido, que no comprendería el gran tucumano: “Señor Presidente, si tiene algunas dudas, estamos dispuestos a ir para adelante. ¡Chiflen, que acá estamos!”
Alberto Fernández debería chiflar y convocarlo para recoger la enorme cantidad de latas que volteó la madre del orador y lideresa. Y rehacer la pila derrumbada, en consideración a los argentinos que sufren, “con hambre y sed”, la decadencia del gran país que se construyó con el esfuerzo que proponía Avellaneda.