Malvinas: sin derechos, detrás de los millones
Resulta descabellada la pretensión de equiparar medidas disciplinarias contra excombatientes con delitos de lesa humanidad
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La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) declaró admisible y se apresta a examinar el reclamo realizado por un centro de excombatientes de Malvinas con sede en La Plata por denuncias de supuestas torturas a soldados conscriptos contra más de un centenar de militares durante la guerra del Atlántico Sur.
Se acude convenientemente a ese organismo internacional pese a que nuestra Corte Suprema de Justicia rechazó el recurso interpuesto contra el fallo de la Cámara Federal de Casación Penal que, conforme con otros pronunciamientos en casos similares, determinó con acierto la improcedencia de la apertura de una causa penal por hechos sucedidos hace cuatro décadas. Declarar que el Estado argentino deberá dar explicaciones ante el organismo por no haber investigado supuestos hechos largamente prescriptos es, cuanto menos, temerario.
En distintos casos, la CIDH ordenó revocar una decisión de nuestra Corte Suprema. En febrero de 2017, el más alto tribunal de la Nación sostuvo que no corresponde dejar sin efecto una sentencia propia en razón de un fallo de la Corte Interamericana, pues supondría transformarla en una “cuarta instancia” revisora de los fallos dictados por tribunales nacionales, contraviniendo principios de derecho público de la Constitución nacional.
Sostuvo además la Corte que el texto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) no atribuye facultades a la Corte Interamericana para ordenar la revocación de sentencias nacionales, que revocar su propia sentencia firme implicaría privarla de su carácter de órgano supremo del Poder Judicial argentino y sustituirla por un tribunal internacional, en violación de lo normado por la Constitución nacional.
La gran mayoría de las denuncias en la cuestión Malvinas hablan de inmovilización o “estaqueo” –también llamado “calabozo de campaña”– al subalterno como modalidad del arresto ante la inexistencia en el terreno de un lugar donde mantener prisionero al infractor. Los denunciantes pretenden presentar ese hecho no solo como un delito de tortura, sino también agravarlo proponiendo considerarlo de “lesa humanidad”.
El motivo de este planteo es por demás obvio. Esa tipificación evitaría precisamente la prescripción del supuesto delito, cuya primera denuncia data de 2007, a 25 años de ocurridos los hechos. La injustificada dilación no solo resta verosimilitud al relato, sino que viola la garantía de ser juzgado en un plazo razonable que asiste a todo ciudadano denunciado. El también llamado derecho “a la justicia pronta” está reconocido por el propio tratado que contempla los delitos de lesa humanidad, el llamado Estatuto de Roma, y ha sido consagrado por nuestra Corte Suprema en forma reiterada e invariable desde 1968.
Estamos ante otra grosera muestra de la política de persecución a las Fuerzas Armadas al servicio del tan sucio como pingüe negocio de las indemnizaciones instaurado por el kirchnerismo que urge revisar
Los denunciantes sostienen que los hechos constituyen una continuidad de los métodos ilegales con que las Fuerzas Armadas reprimieron al terrorismo guerrillero. Las diferencias de hecho y de derecho son tan abrumadoras que saltan a simple vista.
La primera ha sido la clandestinidad: mientras las órdenes emanadas de las autoridades militares para el combate al terrorismo subversivo fueron secretas –permitiendo la utilización de arrestos sin notificación a los jueces, el interrogatorio bajo tortura y la eventual desaparición del detenido–, todos los arrestos en campaña de Malvinas obedecieron a órdenes emanadas de superiores perfectamente identificados, como consecuencia de actos de indisciplina o delitos cometidos por subalternos, contemplados en los reglamentos militares y agravados por haberse cometido en un escenario de guerra.
La segunda, como hemos dicho, es que, si alguno hubiera constituido delito, se encontraría irremediablemente prescripto. La invocación de la figura de “delito de lesa humanidad” es una tan insostenible como peligrosa extensión analógica y una verdadera banalización de este gravísimo tipo penal. El Estatuto de Roma establece claramente que para que un homicidio, una tortura o una privación ilegal de la libertad puedan ser considerados delito de lesa humanidad deben haber sido cometidos “como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque”. Al desestimar esta calificante, cualquier delito podría ser considerado de lesa humanidad.
Las supuestas víctimas de los hechos bajo investigación no eran “población civil”, sino ciudadanos sujetos normativamente al estado militar, y las sanciones cuya legalidad se pone en duda en modo alguno respondieron a un ataque sistemático contra un determinado colectivo de las características que la norma identifica en forma precisa e inconfundible.
La irracionalidad de las denuncias y su tardía interposición dejan al descubierto la aviesa intención de las organizaciones intervinientes –ligadas a aquellas que dicen defender los derechos humanos– de seguir sumando nuevas víctimas para continuar generando millonarias indemnizaciones a costa del erario; una perversa y rentable matriz denunciada reiteradamente ante la Justicia.
Entre las organizaciones que alentaron estos insostenibles reclamos, estuvieron el propio Ministerio Público Fiscal y las secretarías de Derechos Humanos de la Nación y de la provincia de Buenos Aires. Se trata de otra grosera muestra de la política de persecución a las Fuerzas Armadas al servicio del tan sucio como pingüe negocio de las indemnizaciones instaurado por el kirchnerismo que urge revisar.