Luces y sombras sobre nuestro patrimonio artístico y cultural
Solo la desidia y el desapego de las autoridades por el arte pueden explicar las numerosas desapariciones de importantes bienes culturales
Algunos episodios recientes, contemplados con cierta perspectiva, llevan a renovar la prédica que desde estas columnas se lleva adelante para que la Argentina adopte pautas técnicas de coherencia, continuidad, y seriedad en el manejo de su patrimonio cultural.
Se podrá decir, a la ligera, que no son éstos momentos en los que una preocupación semejante debe “distraer” a las autoridades. A esa ligereza (que podría lindar con la ignorancia) cabe oponer la conocida anécdota de Winston Churchill, quien durante los bombardeos de Londres insistió en la compra de una obra de arte para la National Gallery. Alguien objetó la iniciativa, con el argumento de que aquellos no eran tiempos para preocuparse por cuestiones de naturaleza cultural. Y el viejo león bramó: “¿Y si no es para eso, para qué estamos peleando esta guerra?”.
Nuestra situación no es comparable, sin duda. Pero la desazón que puede producir un bombardeo –en Londres en aquel momento, en Kiev ahora–, cuando se lo dirige, inútilmente, contra objetivos culturales para afectar la moral de un pueblo, guarda alguna similitud con la sensación de despojo que la opinión pública argentina siente al enterarse de que, lentamente y sin mayores obstrucciones, desaparecen objetos históricos y obras de arte de nuestros mayores museos nacionales. Desaparecido hace años del Museo Histórico Nacional, entre otros objetos, el reloj de Manuel Belgrano (reloj que, por su parte, fuera protagonista de un episodio demostrativo de los valores éticos de nuestros padres fundadores) más recientemente fue el Museo Nacional de Arte Decorativo el que ha sido objeto de saqueo. Solo se necesitaban cámaras de seguridad y un escáner no mucho más sofisticado que el que cualquier otra dependencia pública utiliza para evitarlo. Lo ocurrido no tuvo nada de violento; fue solo otro ejemplo más de desidia, desinterés y abandono presupuestario.
Pero casi al mismo tiempo (y esta es una de las pocas luces a que se refiere el título de este editorial) Ignacio Antelo Reinoso, en recuerdo de su esposo, Carlos Chico Lappas, ha donado a ese mismo museo, a fines del año pasado, una magnífica colección de 270 piezas, que incluyen piedras duras, porcelanas orientales y pinturas y mobiliario europeos. Ojalá permanezcan allí.
Como suele suceder en tantos otros campos en la Argentina, es la sociedad civil la que repone, restaura, mantiene y enriquece el patrimonio nacional. La parte de la tarea que debería corresponder al Estado es inexistente y, en ocasiones, hasta contraproducente en cuanto tiene de disuasivo, desmoralizante e indiferente.
No acaban aquí los ejemplos. La noticia de la desaparición de la escultura recordatoria de Anna Frank ubicada en la Plaza Reina de Holanda, a principios de marzo de este año, fue, por suerte, compensada con la de su pronto hallazgo, casi circunstancial. Es de conocimiento público que la apetencia por el bronce lleva a la comisión de estos delitos, pero nada se hace al respecto.
La desaparición reciente de numerosas placas conmemorativas del Monumento a la Riqueza Agropecuaria Argentina (regalo de la comunidad alemana a nuestro país en 1916), luego de su completa restauración en 2005 es otra evidencia del desatino y de la falta de control de los bienes públicos. Y un último ejemplo negativo es el de la desaparición del monumento a Eduardo L. Holmberg, erigido en el zoológico de Buenos Aires en memoria de su primer director. Se trataba de una obra de la escultora Esther Suaya y fue inaugurado en diciembre de 2007 en presencia de varias autoridades. Pero con la llegada del Ecoparque, el grupo escultórico fue desmantelado, el basamento destruido y en su lugar ahora funciona un café. Todo un símbolo de desaprensión, desapego, discontinuidad y hasta de desprecio, no solo hacia la figura del homenajeado sino a la de la artista que lo concibió. Hasta podría hablarse de una “cultura de la cancelación”, si no fuera que la variante local solo es producto de la desidia y la apetencia dineraria de corto plazo.
Como en los países más avanzados del mundo, los argentinos tenemos leyes que protegen los derechos morales de los artistas para evitar la mutilación de sus obras. Pero las telarañas burocráticas y la imposibilidad de acceso a la Justicia tornan intransitables los caminos que un artista y, de su mano, nuestro patrimonio cultural deben recorrer para obtener adecuada protección.
LA NACION