Los dichos de Kulfas y la república fallida
Con la expulsión del ministro de Desarrollo Productivo, salen a la luz todas las miserias de la coalición oficialista y los conflictivos intereses de sus dirigentes
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El 23 de diciembre de 2001, en su discurso de asunción presidencial, Adolfo Rodríguez Saá anunció el “default” de la deuda externa y fue aplaudido de pie por la Asamblea Legislativa, cuyos integrantes coreaban “Argentina, Argentina”. Pocos días después, se abandonó la convertibilidad y se dispuso la pesificación asimétrica.
De allí en adelante, la Argentina perdió su crédito externo, entrando en el mundo de “vivir con lo nuestro”, algo que fue posible –durante unos años– gracias al fuerte crecimiento de China, el impacto sobre el precio de las “commodities” y la imposición de retenciones al campo. El precio de aquellos aplausos se está pagando ahora.
Durante el gobierno de Carlos Menem, el país desarrolló una infraestructura poderosa, merced a un clima de negocios que hizo posible privatizar los servicios de telecomunicaciones, la energía eléctrica, el gas natural, el agua corriente, los puertos, aeropuertos, rutas y autopistas, entre otros. Sobre la base de seguridad jurídica y marcos regulatorios serios, se produjo un fuerte ingreso de capitales que asumieron el riesgo argentino, permitiendo modernizar las vigas maestras de la producción nacional.
La “posconvertibilidad” iniciada con el “default” y la pesificación, seguida de la ruptura de los contratos concesionales, congelación de tarifas, confiscación de fondos a las AFJP (2008) y la expropiación de YPF (2012), profundizó ese modelo autárquico, de altísimo riesgo país, con fuga de capitales, expansión de la deuda interna, desborde de emisión monetaria y corrupción omnipresente.
Ya nunca más sería posible realizar grandes obras de infraestructura, con inversiones privadas, a riesgo empresario. La foto de aquellos legisladores gritando “Argentina, Argentina” a fines de 2001 y el desprecio por la seguridad jurídica serían imágenes muy difíciles de borrar para arriesgar capitales en nuestro suelo. Lo anticiparon en cierto modo Perón, en 1955, cuando firmó el famoso contrato con la Standard Oil, de la familia Rockefeller, y Cristina Kirchner, que también negoció furtivamente con esa empresa, ahora Chevron, para explotar Vaca Muerta (2013).
La producción del yacimiento no convencional creció desde 2013, pero el gas no puede ser trasladado por falta de transporte a los centros de consumo y al puerto para su licuefacción. El gobierno de Mauricio Macri apostó a la construcción del gasoducto mediante inversión privada, tratando de soslayar el “riesgo país” con una estructura financiera que diera garantías a los inversores de que no serían confiscados por una nueva emergencia al grito de “Argentina, Argentina”. Pero ese proyecto no llegó a concretarse por la crisis de 2018.
El costo inmenso que ha significado para el país la pérdida del crédito internacional, sumado a los desmanes posteriores, resulta imperdonable. Terminado el gasoducto, en Vaca Muerta se invertirían alrededor de 10.000 millones de dólares por año y se podrían exportar 30.000 millones, además de satisfacer el mercado interno.
Ya no habría que pagar subsidios a la energía y sobrarían dólares en el Banco Central para eliminar el cepo cambiario y las retenciones, normalizando todas las actividades productivas. Las exportaciones agropecuarias se duplicarían. Habría recursos para educación, salud, seguridad, vivienda y trabajo genuino para reemplazar los planes. En otras palabras, prosperidad “para todos y todas”. Pero en la Argentina fallida, solo tienen la palabra como expertos en pobreza los líderes piqueteros y los burócratas del asistencialismo. Ninguno sabe cómo se genera riqueza, solo cómo crear impuestos y distribuir la miseria creciente. Y los militantes de La Cámpora, tampoco. Preocupados por defender a Mayra Mendoza y reivindicar la misión a Angola (2012), carecen de envergadura personal para superar las pequeñeces del poder, absortos en sumar “cajas” a sus abultadas alforjas, cargos para sus cuadros y control territorial para su estructura.
La salida de Kulfas refleja la total sumisión de Alberto Fernández a la vicepresidenta. Y habla de la ausencia de calidad humana de los actores de esta tragicomedia
Si no fuera por aquel nefasto aplauso de 2002 y su secuela de burlas a la seguridad jurídica –comenzando por Axel Kicillof cuando defendió la expropiación de YPF una década más tarde– en la Argentina se debería estar discutiendo la “maldición de los recursos naturales”, para evitar que el fortísimo ingreso de divisas de Vaca Muerta no descolocase, por falta de competitividad, a las industrias locales.
Se debatiría cómo esterilizar esos recursos, como hizo Noruega, para no malgastarlos con un aluvión de importaciones, turismo y “deme dos” por el atraso cambiario. Se estarían analizando reformas estructurales y reducción de impuestos para bajar el “costo argentino”, agravado por la sobrevaluación de la moneda. Y también la adopción de normas de transparencia para que no ocurra, como en Nigeria o Angola, que la “renta fiscal inesperada” se desvíe a oscuros negociados.
Existe solo una ventana temporal para que la Argentina aproveche el gas de esquisto bituminoso, pues en poco tiempo la transición hacia energías limpias le quitará valor, a menos que la guerra de Ucrania altere esos planes.
Han pasado más de dos años desde la asunción de Alberto Fernández y recién ahora toma estado público el grado de avance de la licitación. Ante la imposibilidad de recurrir a la concesión de obra, con inversión privada, el Estado nacional ha vuelto al sistema clásico de obra pública, tan utilizado durante la gestión de Néstor Kirchner como herramienta de corrupción. Con el despido del ministro de Desarrollo Productivo Matías Kulfas, han salido a la luz todas las miserias de la coalición que nos gobierna y sus conflictivos intereses, ajenos al bienestar general.
En la volteada, se afectó injustamente también al grupo Techint, cuando su subsidiaria Siat (ex Siam Di Tella), con más de medio siglo fabricando grandes caños con costura, es la única que los produce localmente. Parece lógico que pueda importar la chapa que desee para cumplir con sus exigencias de precio y garantías de calidad. El punto oscuro, sin embargo, es la licitación de las obras, donde no se evalúan caños, sino aspectos más subjetivos, y donde la política tiene más peso que el rigor técnico. Para tratar de imponer a los amigos del poder.
¿Qué puede decirse de la expulsión de Kulfas? Por lo pronto, refleja la total sumisión de Alberto Fernández a la voluntad de la vicepresidenta Cristina Kirchner. Y habla de la ausencia de calidad humana de los actores de esta tragicomedia. El Presidente no demostró ninguna lealtad hacia su viejo amigo “Matías” (como lo llama afectuosamente), quien lo acompaña desde la formación del grupo Callao, al “cortarle la cabeza” sin más trámite. Como tampoco lo demostró respecto de otros colaboradores que removió, a pedido de su mandante. En cuanto a Kulfas, con sus declaraciones radiales y su extensa carta elogiando su gestión, no le corre a la zaga, ya que exhibió una gruesa piel de cocodrilo al no inmutarse ante el destrato a sus compañeros eyectados, ni tampoco ante las irregularidades que ahora denuncia.
Son difíciles de entender las razones de estas jugadas perversas, en cuanto al futuro del gasoducto y de Vaca Muerta. Se han sembrado dudas con respecto a las verdaderas intenciones de unos y otros, blandiendo delaciones y consumando traiciones.
Todos saben que quien logre poner en marcha el yacimiento y exportar su producido tendrá un rédito político que ningún oponente querrá regalarle. Y mucho menos cuando se ciernen juicios orales que develarán cosas peores que los dichos de Kulfas.