Los desafíos de Banksy
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Con creciente frecuencia, muros y grandes superficies ubicados en lugares públicos de ciudades y pueblos británicos amanecen cubiertos de pinturas murales de gran calidad artística. No solo revelan la mano de un gran dibujante y la inspiración de un pintor talentoso, sino que también transmiten un mensaje de fácil comprensión para los observadores, sean estos expertos críticos de arte o simples viandantes. Por lo general, son obras de Banksy, un personaje desconocido que se ampara bajo ese seudónimo. Su última serie de murales en torno al zoológico londinense causó sensación. Tanto por la destreza del autor como por la claridad del mensaje que ha intentado transmitir, vinculado con la problemática del encierro de especies animales en lugares inadecuados.
Fenómenos similares se repiten con otros artistas, con diferentes temas y en distintas ciudades alrededor del mundo, pero lo que ocurre en Gran Bretaña es más destacable.
Lo que antes podía tomarse como vandalismo se ha convertido en una nueva tradición pictórica. La cuestión ofrece muchas aristas que contradicen varios conceptos tradicionales sobre el fenómeno artístico. El más notorio, sin duda, gira en torno a determinar quién es el propietario de esas obras. Banksy, como muchos de sus colegas alrededor del mundo, actúa sin permiso y fija sus obras en los soportes más inesperados.
Debido a la calidad artística de su producción, aquellas adquieren enorme valor económico y despiertan ávido interés entre los coleccionistas. Ello ha llevado a que, en varias ocasiones, no bien descubierto un nuevo mural haya quienes intenten desprenderlo de su soporte original para comerciarlo (con los riesgos de destrucción consiguientes). Ello plantea todo tipo de conflictos entre los propietarios de los inmuebles a los que los murales aparecen fijados y quienes pugnan por hacerse de ellos. A la postura tradicional de que cuanto se adhiere a un inmueble pasa a ser parte de éste se ha opuesto una posición más elástica que sostiene la existencia de una donación hecha por el artista al público y, por ende, el nacimiento de una obligación gubernamental de preservar lo donado para satisfacer el bienestar general.
Banksy también ha desafiado otras pautas habituales del mundo artístico, desde el momento que rechaza la protección que las leyes otorgan a los creadores de obras del intelecto humano y permite su reproducción ilimitada. A su vez, las autoridades le han denegado a su obra la protección de las leyes de marcas ante su insistencia en no revelar su identidad.
La actitud de Banksy choca con los mecanismos habituales de la economía del arte y las normas que se le aplican. No caben dudas de que el surgimiento de una personalidad como la suya, imbuida de un espíritu espontáneamente contradictorio, constituye una buena noticia para que la sociedad –y quienes dictan las leyes que la gobiernan– reflexionen sobre los principios que las rigen y los reelaboren si fuera necesario. Es bueno que estas revoluciones –en el amplio sentido del término– sean consecuencia del arte y no de las armas.