Los 200 años de la Academia de Medicina
Pese a sufrir los vaivenes políticos del país, esta bicentenaria institución ha albergado a ilustres maestros y efectuado una valiosa contribución
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Pocas instituciones del país tienen la longevidad y suscitan tanto respeto como la Academia Nacional de Medicina. Eso explica la simpatía con la que se han seguido los actos de apertura del año de su bicentenario.
La conmemoración comenzó el 9 del actual, fecha de su creación, hace 200 años, durante el gobierno de Martín Rodríguez y con la inspiración, cuándo no, de Bernardino Rivadavia, por entonces ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Tiempo después de haber sido fundada, la institución entró en un proceso de inanición que se prolongó hasta después de Caseros. En el largo período del conservadorismo retrógrado y dictatorial de Juan Manuel de Rosas, quedaron neutralizadas las posibilidades de florecimiento de espacios de reflexión profesional con tendencia autonómica, como son las academias.
Entre las múltiples actividades contemporáneas, la Academia Nacional de Medicina se ha distinguido por su Instituto de Investigaciones Epidemiológicas. Precisamente durante la pandemia que asoló al país desde marzo de 2020, ese instituto hizo llegar a los centros nacionales de salud indicaciones apropiadas a las circunstancias, desde el experimentado conocimiento de sus autoridades.
Ya sabemos de qué modo el gobierno nacional siguió su propio derrotero, por llamar de algún modo a un andar errático que incluyó decisiones tan escandalosas como la de desentenderse de vacunas de fabricación norteamericana, probadas antes del visto bueno oficial en Estados Unidos con la participación voluntaria de miles de argentinos. Dejó así, por un tiempo, a millones de argentinos prisioneros de una vacuna rusa que ni siquiera hoy cuenta con la legitimación de las potencias centrales de Occidente.
De todos modos, las aportaciones del Instituto de Investigaciones Epidemiológicas, a cargo del doctor Jorge Lemus, cerraron, como en una bienvenida predestinación ante la opinión pública, un círculo de actividades históricas. Se entroncaron de ese modo con el trabajo humanitario de no pocos miembros de la Academia en 1868/69, durante la epidemia de cólera y, en 1871, con la de fiebre amarilla.
De los académicos de aquellos años aciagos pudo decirse, al igual que de Mitre y sus hijos, que no abandonaron la ciudad, y estuvieron al servicio permanente del vecindario, aunque al precio de contraer la enfermedad. Esto se tradujo con el transcurso del tiempo en la condición de Mitre como caudillo popular de Buenos Aires en términos que no había conocido antes. Se había quedado en la ciudad, en contraposición a Sarmiento y la mayoría de los miembros del Congreso, que se retiraron por precaución al “pueblo” de Belgrano.
La ley de academias, sancionada en 1924 durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear, sentó las bases de prestancia y estimuló los servicios públicos de este tipo de instituciones, al catalogarlas como asociaciones civiles sin otra relación con el Estado que las subvenciones que hacen posible su funcionamiento. Dentro de una partida de recursos cada vez más exiguos, y que obligan a las academias a procurarse medios de subsistencia por otras vías, la Academia Nacional de Medicina participa de más del 50% del total asignado hoy por el Estado a estas organizaciones.
No es esto, conviene aclararlo, motivo de discusión alguna con las instituciones pares. La Academia Nacional de Medicina cuenta también con un Instituto de Hematología y participa con el Conicet del Instituto de Medicina Experimental (IMEX). Se trata de emprendimientos de excelencia, con niveles de investigación científica de orden superior y prestaciones a la sociedad de una significación que acarrea los costos consiguientes que deben afrontarse.
Esta gran academia sufrió, como otras instituciones de alta valía para la ciencia y la cultura del país, los vaivenes políticos del país. En 1952, un decreto tan disparatado como persecutorio del presidente Perón, dispuso que los académicos deberían retirarse a los 60 años de edad, cuando en realidad en esos ámbitos lo que se distingue son los méritos de una larga y probada trayectoria. Además, se determinó que no podían durar más de cinco años en los sitiales que ocuparan. Años después, un decreto del gobierno de la Revolución Libertadora, refrendado por el ministro de Educación, Atilio Dell’Oro Maini, restauró los fueros académicos.
Los más eximios maestros de la medicina argentina han tenido cabida en esta institución bicentenaria: Bernardo Houssay, que la presidió; César Milstein (este como miembro honorario) y Luis Federico Leloir. O sea, los dos primeros premios Nobel de Medicina, y el último, de Química; René Favaloro, también. Pero como parte de la Academia nadie ejerció en su historia mayor influencia que Mariano Castex, célebre profesor de Clínica Médica, y médico personal de los presidentes Alvear (con quien lo unía una relación familiar), Justo, Ortiz y Castillo.
Castex presidió la Academia con solo 42 años y correspondió a su iniciativa colocar la piedra fundamental del edificio de Las Heras, construido, como la escuela de al lado, por una donación de los hermanos Marcelino y Rafael Herrera Vegas en memoria del padre de ambos. La consistencia de ese palacio, tan asociada a la imagen conquistada por la medicina argentina a través de sus logros en la sociedad de la que es parte y en centros científicos del exterior, fue el resultado de largos años de trabajo. Se inauguró, finalmente, en 1942, después de haber tenido su sede, en los cinco años precedentes, en un edificio de Parera al 100.
Hacemos votos para que el lucimiento de las realizaciones por el año del bicentenario sea acorde con el ilustre historial de esta institución que enaltece al país.