Lo que nos cuestan las empresas del Estado
El deterioro de actividades que indebidamente asume un gobierno debilita la economía, castiga el bolsillo del ciudadano y se convierte en foco de corrupción
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Hay una tan extendida como equivocada creencia respecto de que las empresas públicas preservan nuestra soberanía y evitan que empresarios inescrupulosos ganen fortunas en desmedro de los usuarios. Estas tendenciosas teorías forman parte de la propaganda política y de las enseñanzas escolares y universitarias hasta el día de hoy.
El déficit conjunto de las empresas estatales alcanzó en 2022 un monto de 7500 millones de dólares al tipo de cambio oficial, equivalente al 1,5% del PBI. Ha tomado esa dimensión por tres razones: obviamente porque se han reestatizado muchas empresas antes privatizadas; porque el Gobierno ha mantenido una política de crecientes retrasos tarifarios y porque han aumentado tanto su ineficiencia como sus dotaciones de personal, convenientemente alimentadas con militancia.
El desfase tarifario afecta a todas. Una de las más perjudicadas es Enarsa, empresa estatal creada en 2004 por el gobierno de Néstor Kirchner para ocuparse del área energética. La realidad es que casi toda su actividad se centra en la compra de gas importado, vendido a un precio inferior, por lo que contribuyó en un 56% con el déficit que hemos mostrado para 2022.
Esta combinación de razones ha vuelto a generar un importante gasto a absorber por el Estado, cuando años atrás había prácticamente desaparecido. Al final de la presidencia de Raúl Alfonsín las empresas estatales demandaban aportes por 6 puntos del PBI. La hiperinflación tuvo una de sus principales causas en ese agujero negro. El presidente Carlos Menem puso en marcha un proceso de privatizaciones que, sumando la reducción de las pérdidas y el producido de las ventas, permitió recortar esos seis puntos. El déficit fiscal quedó así acotado e hizo factible la convertibilidad. Las irregularidades que mancharon algunas privatizaciones se sometieron, o aún deben someterse, a la Justicia, pero de ninguna manera justifican que esas empresas retornen de manera definitiva a la órbita estatal. Que esto último haya ocurrido solo se entiende a la luz de razones ideológicas o bien por intereses particulares. Basta recordar la tan escandalosa como corrupta toma de control estatal de YPF, que al violar el estatuto se tradujo en un verdadero regalo del 25% de la compañía al grupo económico Petersen de la familia Eskenazi, beneficiado amigo del kirchnerismo. El irregular trámite aún puede significarle a nuestro país una condena internacional por varios miles de millones de dólares .
Hablar de soberanía en la propiedad y operación estatal de los servicios públicos y la infraestructura es otro ardid ideológico. La ineficiencia del Estado argentino en ese rol ha quedado ampliamente demostrada. El retraso y el deterioro de actividades que indebidamente asume una gestión de gobierno debilitan la economía, castiga el bolsillo ciudadano y se convierte en indeseado foco de corrupción en el que abrevan amigos y militantes.
Además de YPF, deben destacarse como reestatizaciones importantes la mayoría de las concesiones ferroviarias, Aerolíneas Argentinas, AySA, el Correo, la administración del espectro radioeléctrico y varias concesiones camineras. Cuatro centrales hidroeléctricas de la zona del Comahue cuyas concesiones están cerca de cumplir los 30 años establecidos amenazan con volver a la órbita estatal. De hecho, ya hay un proyecto de ley promovido por el oficialismo para que pasen a manos de Enarsa. También el actual gobierno desea reestatizar el dragado y balizamiento de la Hidrovía, otra tarea en la que habrá de improvisar mientras se demora convenientemente la licitación para la estratégica adjudicación de su administración. Se trata de una cuestión que el ciudadano común puede no dimensionar en su justa medida, pero cuya operación ineficiente o carente de transparencia, habida cuenta de que por ella circula el 80% del volumen de las exportaciones y el 95% de las importaciones, tendrá millonarios efectos en dinero y funestas consecuencias en términos de contrabando y narcotráfico.
En cuanto a la recuperación de los retrasos tarifarios de los servicios públicos, esta no alcanzó a concretarse en la realidad. La segmentación determinó que la franja alta de los consumidores recibiera aumentos nominales elevados, pero que aun así quedaran por debajo de la inflación. La población considerada de franjas más bajas registró una disminución en moneda de valor constante. En el conjunto, los ingresos de las prestadoras crecieron menos que sus costos. Los futuros aumentos no podrán ser otra vez segmentados, ya que las diferencias entre tarifas de distinta franja se harán comercialmente insostenibles. No se advierte otra solución que equiparar las tarifas con los costos y atender los casos de discapacidad, indigencia o desempleo mediante subsidios a la demanda y no a la oferta. Como regla general las empresas estatales deberán privatizarse, sea por venta o concesión. Y deberán evitarse cuestionables maniobras del oficialismo como la que condujo a la millonaria venta de Edenor, operación autorizada desde el oficialismo por el Ente Regulador de Energía Eléctrica (ENRE) para quedar en manos de un grupo empresario cercano al ministro de Economía.
Para que sean exitosas las empresas, además de garantizárseles seguridad jurídica, deberán actuar en contextos competitivos o, en su defecto, tener fórmulas apropiadas a uno inflacionario. Las concesiones debieran ser por tiempo indeterminado, con severas cláusulas de rescisión en caso de incumplimiento para evitar el desincentivo a invertir en los años finales de la concesión.
Nuestro país ha sufrido las gravosas consecuencias del Estado empresario. Su ineficiencia la paga a diario el ciudadano, ya sea a través de impuestos cuyo destino muchas veces no registra, o inflación o recursos que se recortan de tantos otros fines mucho más necesarios y apropiados. Insistir con transitar caminos ya conocido es tropezar, a sabiendas, con la misma piedra.