Las paradojas de Chile
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En 2019, Chile viviría una situación extraordinaria y paradojal: un país que parecía haber tomado la senda del progreso económico definitivo había incubado tensiones sociales de tal magnitud que llevaron a movilizaciones y protestas enmarcadas, en algunos casos, por una violencia inédita. Paradójicamente, el éxito económico había producido inestabilidad e ingobernabilidad.
Como respuesta, las autoridades políticas de Chile pusieron en marcha un proceso de enorme complejidad para elaborar una nueva Constitución. En una nueva paradoja, las normas que habían permitido una transición ordenada desde los tiempos de la dictadura de Pinochet y aquel rotundo éxito económico fueron dejadas de lado para emprender un camino inexplorado. En un referéndum convocado al efecto, una enorme mayoría de los consultados había aprobado emprender ese camino. Esa misma ciudadanía elevó más tarde a la presidencia del país a Gabriel Boric, férreo defensor de aquel texto.
Pero la calidad de la tarea técnica de redactar una nueva constitución para Chile se vio opacada, muchas veces, por vulgares maniobras de manipulación ideológica. Y el domingo último, casi el 62% de los chilenos se pronunció en un plebiscito en contra de la nueva Constitución.
Muchas son las enseñanzas que se desprenden de lo ocurrido. Una de ellas es que ha primado, con razón, la prudencia y la preocupación ante ciertas concepciones míticas con las cuales la izquierda regional pretende embanderarse, como es el caso de la “plurinacionalidad”, sin que nadie sepa exactamente cuáles son los límites y, muchas veces, ni siquiera sus bases científicas. Así, por ejemplo el texto constitucional que parecía derramar beneficios sin fin para las minorías mapuches de la Araucania fue rechazado en cada una de las provincias y las comunas de esa región. Y no es un ejemplo aislado: a pesar de las promesas de felicidad, el rechazo fue más amplio en las comunas de ingresos más bajos del país.
Otra es la evidente “apropiación” del proceso constituyente por parte de sectores que perdieron de vista que su fin último debía ser una carta fundamental para todos los chilenos y no un documento sesgado y redactado con un tufillo revanchista.
Por eso, más que una derrota de los constituyentes, lo ocurrido puede interpretarse como una derrota del propio Boric, vencido en la mesa en la que votó, en la comuna donde vive y en la provincia de la que es oriundo. Y, curiosamente, en las comunas donde más enfáticamente se derrotó al gobierno militar en 1988 triunfó el rechazo de la nueva Constitución.
Existe una sensación de que los constituyentes no aplicaron criterios de razonabilidad y sensatez al proclamar el otorgamiento de derechos a todo aquel que quisiera reivindicar uno propio. El texto propuesto, como cuando define a Chile como “un estado ecológico” o se refiere a los chilenos “neurodivergentes”, parece haber perdido contacto con las realidades posibles: su carácter utópico y declamatorio fue su propia perdición.
Cuanto ocurre en un país no puede ser extrapolable a otro, por mayor cercanía y afinidad que exista entre ambos. Pero lo ocurrido al otro lado de la cordillera debería llevar a nuestra clase política a la reflexión sobre los límites que la realidad impone a sus sueños, alejados de la realidad que, todos los días, toca a la puerta de tantos argentinos empobrecidos y desilusionados. Una Constitución no es un catálogo de compras por correo: es un compromiso recíproco de lealtad y de transparencia.