Las condenas a Mathov y Santos
La sentencia contra dos funcionarios del gobierno de De la Rúa se funda más en inferencias que en pruebas concretas e irrefutables
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Ha quedado definitivamente firme la condena contra Enrique Mathov, ministro de Seguridad Interior del presidente Fernando de la Rúa, y Rubén Santos, jefe de la Policía Federal en la misma época, por homicidio y lesiones en grado culposo, en ocasión de los graves incidentes callejeros del 19 y el 20 de diciembre de 2001, que precipitaron la caída del gobierno nacional.
Mathov recibió la pena de 4 años y 3 meses de prisión, y Santos, la de 3 años y 6 meses. Las condenas aplicadas por igual a los policías Raúl Andreozzi, quien se desempeñaba como superintendente de Seguridad Metropolitana, y Norberto Gaudiero, director de Operaciones, tienen en cierto sentido valor abstracto, pues ambos fallecieron hace tiempo.
Con el rechazo por la Corte Suprema de Justicia de la Nación del recurso extraordinario interpuesto por los condenados, el caso llegó a su conclusión después de 23 años. Falta que se resuelvan en la instancia pertinente los pedidos de Mathov y Santos de que la prisión ordenada se cumpla de manera domiciliaria, dado que el primero tiene 76 años y el segundo, 78. Es una facultad de la norma penal, de aplicación no automática, que puede conceder la Justicia a personas mayores de 70 años por cuyos antecedentes y comportamiento nada aconseje lo contrario.
Lo único que faltaría en este lamentable caso es que Mathov y Santos fueran privados de ese beneficio después del permanente acatamiento a la Justicia que demostraron en el larguísimo tiempo de un proceso del que participaron dos jueces de primera instancia –María Romilda Servini de Cubría y Claudio Bonadio–, el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Nº 6 y la Cámara Federal de Casación Penal, que confirmó el fallo del anterior. Ambos condenados estuvieron detenidos preventivamente durante lapsos diferentes, y esto determinará, junto con la diferente gradación de penas, que la libertad sea otorgada a Mathov en 2028 y a Santos, en 2027.
Desde la fría perspectiva de la ley y la Justicia, se trata de un caso juzgado. Desde la perspectiva de un juicio político sereno, no. Y, menos aún, desde la revisión histórica de un contexto en el que llaman poderosamente la atención cuestiones que no se han ventilado suficientemente ni con la debida ecuanimidad, pero de las que se ocuparon con fruición organizaciones de izquierda radicalizada próximas al kirchnerismo. Habiéndose producido, en aquellos días flamígeros de fines de 2001, 39 muertos y 500 heridos en episodios callejeros en todo el país, solo Mathov y Santos han pagado al final la cuenta por una tragedia generalizada.
Las víctimas mortales en la ciudad de Buenos Aires fueron cinco, todas en el radio definido por Avenida de Mayo entre Tacuarí y Bernardo de Irigoyen. Que se haya especulado con la posibilidad de que un tirador desconocido fuera quien desde un edificio de la calle Chacabuco produjo una de las bajas es bastante singular. Constituye, sin embargo, una perla dentro de este caso de fisonomía tan curiosa que no están identificados los policías por cuyo accionar habría habido muertos y heridos. Tampoco hay testimonios convincentes sobre quién o quiénes ordenaron que corriera sangre a fin de poner fin a las manifestaciones.
El presidente De la Rúa declaró a las 22.50 del 19 de diciembre el estado de sitio. Desde el 14 de ese mes se venían produciendo en diversas zonas, particularmente del Gran Buenos Aires y Santa Fe, hechos que habían llamado la atención de la comunidad informativa en materia de seguridad interna. Hubo reiterados saqueos a supermercados y pequeños comercios dedicados a la venta de alimentos, con peligro, además, por la vida de los afectados.
Las condenas dispuestas parecen concentrar en un par de personas la resignación de conformarse con ellas en calidad de chivos expiatorios
La idea de que algunos intendentes peronistas del conurbano habían dispuesto, en connivencia con policías provinciales y de algún funcionario con asiento en La Plata, la declaración de zonas liberadas para esas tropelías nunca desapareció de la inferencia de quienes siguieron de cerca los acontecimientos de la época. El presidente de la Nación estaba solo, aislado del partido, y ya había recibido, por vías confiables, la notificación de que las autoridades de la UCR, comandadas por Raúl Alfonsín, esperaban su dimisión.
De la Rúa apostó por no muchas horas a la continuidad de su gobierno y a lograr un entendimiento con fuerzas del peronismo ajenas al bastión bonaerense, el más hostil. El estado de sitio lo autorizaba a suspender las garantías constitucionales, de modo que no se entiende la liviandad de algunas consideraciones que llevaron a las condenas de Mathov y Santos. La Justicia consideró que limitar la expresión política del pueblo exclusivamente al voto era una concepción sumamente pobre de la democracia e insuficiente para caracterizar una sedición.
Olvidó que la declaración de estado de sitio había sido una medida absolutamente excepcional, en consonancia con el cuadro que se percibía en la calle, en los sentimientos angustiados por la situación política del momento de una franja importante de la sociedad. Otros ánimos anidaban entre quienes en incidentes ocurridos en la Plaza de Mayo procuraron, según imágenes difundidas por televisión, echaron abajo una puerta de ingreso a la Casa Rosada.
En la provincia hubo quienes subieron por los muros de la residencia presidencial de Olivos, despojada, por órdenes de La Plata, de la policía provincial que prestaba seguridad a su contorno. Solo por el milagro persuasivo de quienes desde dentro advirtieron que de otra manera habrían de intervenir efectivos de Granaderos, regimiento custodia de la vida y bienes del presidente de la Nación, los manifestantes desistieron de lo que hubiera sido una noche gravísima.
Los jueces han expresado su zozobra por lo incompleto de la reconstrucción de lo sucedido el 19 y 20 de diciembre en las calles de Buenos Aires. Hicieron bien en fundar esa evaluación, porque de los miles de páginas de la causa hay más inferencias que pruebas concretas e irrefutables sobre las órdenes que se supone que el fallecido exministro del Interior Ramón Mestre y su subordinado Mathov trasmitieron al jefe de policía, y este, a la cadena de mandos de la fuerza. Los jueces han dicho que hubo negligencia, desidia en el control político de las acciones atribuidas a la Policía Federal, y de esta hacia quienes estaban en el campo de operaciones.
Las condenas dispuestas contra Mathov, Santos y otros por homicidio y lesiones culposas parecen concentrar en un par de personas la resignación de conformarse con ellos en calidad de chivos expiatorios. Impresiona, en efecto, el vacío por el fracaso en haber identificado responsables en la vastedad territorial en que se produjeron otras 34 muertes, seguidas de un silencio que todavía desconcierta y apabullará a los historiadores.
Han dicho los jueces con buen criterio que frente a medidas de excepción –como el estado de sitio– existe mayor obligación estatal de reforzar las medidas tendientes a resguardar la vigencia de los derechos de las personas. Debieron haber dicho dos cosas más: una, que el estado de sitio suspende ciertas garantías individuales, en la medida en que su aplicación sea razonable respecto de los motivos que llevaron a implantarla; otra, que la prudencia reclamada de funcionarios públicos en situaciones de esa naturaleza también correspondía a ciudadanos que procuraron manifestarse “de forma pacífica” en los lugares más estratégicos de la ciudad en un momento por definición peligroso o, como también ocurrió, echando más nafta al cuadro institucional con el lanzamiento de bombas molotov.
Todo lo sucedido en aquellos días de furia resultó lamentable. No lo ha sido menos que dos funcionarios probos como Mathov y Santos fueran los que más pagaran por la explosión cruenta de una crisis excepcional cuando los argentinos se aprestaban a terminar el primer año del nuevo siglo.