Las batallas del presente
Es preciso que la Argentina retome la senda trazada por nuestros padres fundadores
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Luego de la batalla de Pavón de 1861, el general Bartolomé Mitre, por entonces gobernador de Buenos Aires y jefe del ejército porteño, tuvo que lidiar, incluso entre sus partidarios, con sectores muy intransigentes. Unos querían imponer la sumisión lisa y llana a las provincias de la disuelta Confederación. Otros planteaban la segregación definitiva de Buenos Aires y la expansión del territorio al sur. Mitre se negó a la segregación y, a los que pretendían el sometimiento de las provincias, les respondió: “Debemos tomar a la República Argentina tal cual la han hecho Dios y los hombres, hasta que los hombres, con la ayuda de Dios, la vayan mejorando”.
Constituyó esta una lección de respeto a la dignidad de la persona que ha faltado en los que, pretendiendo cambiar la naturaleza humana para someterla a sus absurdas y disparatadas utopías, provocaron sonoras catástrofes, con sus secuelas de hambrunas y muertes, tal como ocurrió en el siglo pasado en la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao o la Camboya de los jemeres rojos. Es que para la concepción fundante de nuestra civilización el hombre es un fin en sí mismo. Por eso, nuestros padres fundadores bregaron por una organización institucional basada en esos valores legados por la cultura judeo-cristiana.
En la Argentina, algunas corrientes políticas adoptaron una visión facciosa de la historia buscando demoler los valores que son los pilares de nuestra tradición republicana y desprestigiar a los que bregaron por una sociedad libre, con igualdad de oportunidades bajo el imperio de la ley.
Esta tarea la encararon hombres de carne y hueso. Personas con sus luces y sombras, movidas también por aspiraciones personales, dispuestas a confrontar, pero coincidiendo en el objetivo superior de construir y poblar un país moderno y educado en este rincón del mundo, con la confianza de que al paso de las generaciones se sumarían voluntades a tan loable empresa diaria.
Fue ciertamente oportuna, en momentos de crisis provocada por la cleptocracia kirchnerista que en 20 años empobreció a los argentinos y nos presentó al mundo como un país mendicante, la mención del presidente Javier Milei a un párrafo del primer mensaje al Congreso del general Julio Argentino Roca. En ocasión de asumir por primera vez la presidencia de la Nación expresó: “Nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo, cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos, si no es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios”.
Con supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios se fueron completando los hitos de nuestra historia, las guerras de la independencia, las luchas por la organización nacional, la ocupación del territorio nacional, la promoción de la educación popular, la expansión de los telégrafos y ferrocarriles, el poblamiento del país con millones de personas que arriesgaron sus vidas en el cruce del Atlántico, buscando el progreso y apostando al mérito.
Sabían bien hombres como Alberdi, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca y Pellegrini qué eran los sacrificios, el esfuerzo y el dolor. Arriesgaron sus vidas en las guerras interiores y exteriores de la República, conocieron el pan del exilio, el alejamiento de sus familias y la pobreza.
No ha sido una catástrofe natural ni una guerra lo que condujo a la degradación del país. Transitamos hoy la consecuencia de los últimos 20 años, una patética culminación de una cultura del facilismo, de la ventaja, del desdén por el esfuerzo y el mérito, fomentando la dependencia del Estado y ahogando las potencialidades creadoras de los argentinos con regulaciones, prohibiciones y trabas de todo tipo, que generaron combustible de corrupción. La destrucción de la escuela pública ha provocado una brecha social respecto de quienes pueden pagar una escuela privada, afectando así la posibilidad de ascenso social de los sectores de menores recursos y confirmando que, en esto también, un eslogan como el del “Estado Presente” es una vil mentira. Porque el modelo vigente, como tristemente muestra la realidad, es el de un país de pobres con una oligarquía política, sindical y empresaria enriquecida por los privilegios que da el poder.
Muy alejados quedamos de los sueños de Sarmiento, quien en sus últimos años bien lo describe: “Nacido en la pobreza, criado en la lucha por la existencia, más que mía de mi patria, endurecido a todas las fatigas, acometiendo todo lo que creí bueno y coronada la perseverancia con el éxito, he recorrido todo lo que hay de civilización en la tierra y toda la escala de los honores humanos en la modesta proporción de mi país y de mi tiempo. He sido favorecido con la estimación de los grandes hombres de la tierra. He escrito algo bueno entre mucho indiferente. Sin fortuna que nunca codicié porque era bagaje pesado para la incesante pugna, espero una buena muerte corporal pues lo que me vendrá en política es lo que yo esperé y no deseé mejor que dejar por herencia millones en mejores condiciones intelectuales, tranquilizado nuestro país, aseguradas las instituciones y surcado de vías férreas el territorio como cubiertos de vapores los ríos para que todos participen del festín de la vida que yo gocé solo a hurtadillas”
Las lecciones de estos grandes hombres nos muestran el sendero de la recuperación de la Argentina, un país que supo también defraudar las esperanzas volcadas por Pellegrini en su último discurso en el Congreso Nacional en 1906, días antes de su muerte, cuando afirmaba su convencimiento de que la Argentina en cien años no solo estaría a la cabeza de los estados iberoamericanos, sino que formaría parte del grupo de potencias del mundo. ¡Qué decepción sufriría hoy al vernos aquel piloto de tormentas que guió con mano firme la república en la crisis de 1890!
Los argentinos debemos asumir el colosal desafío de retomar aquella senda de esperanza, dispuestos al esfuerzo, al sacrificio y al trabajo empeñado por nuestros antecesores que hoy hemos de reeditar para recuperar nuestra posición en el mundo, en el marco de una convivencia civilizada.