Laberintos vaticanos
Resulta necesario ir rompiendo prejuicios, moderar las condenas y animarse a dialogar superando injusticias centenarias sin por ello perder la brújula
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La detención en mayo pasado por parte del gobierno chino del cardenal emérito de Hong Kong Joseph Zen, de 90 años, rememora viejas historias de la diplomacia vaticana que fueron muy conocidas durante los pontificados de Juan XXIII y, en particular, de Pablo VI.
Conocida como la ostpolitik vaticana, fue conducida por el cardenal Agostino Casaroli, incansable viajero, secretario de Estado en la Santa Sede y figura clave de la curia romana por años. Culto y discreto, dueño de infinitos secretos e informes políticos reservados fue, sin duda, el principal consejero político de varios papas. A él se le encomendaron las tratativas de la Santa Sede con los países del Este europeo, sometidos por la Unión Soviética.
Curiosamente en 1981 el arzobispo cismático Marcel Lefebvre, de paso por Buenos Aires, lo acusó de masón y de ser uno de los promotores de la colaboración de las jerarquías católicas con los regímenes comunistas. Incluso, en noviembre del 2010, durante una entrevista en la televisión pública turca, Ali Agca, quien atentó contra vida del papa Juan Pablo II, acusó a Casaroli de planear el asesinato. Hasta estos extremos llegó la difamación, pensando defender la dolorosísima historia del cristianismo durante el comunismo. Incluso con sus notorias diferencias de visión el papa Wojtyla, que conocía muy bien el terreno y no simpatizaba al principio con la ostpolitik montiniana, le confió a Casaroli grandes tareas de extrema delicadeza.
La política de Casaroli frente a Rusia guarda analogías con lo sucedido en China. Los esfuerzos del actual secretario de Estado, el discreto y prudente cardenal Pietro Parolin, tienden a incomodar lo menos posible a los perseguidos por el régimen comunista para buscar un acercamiento que, con el tiempo, permita pensar en una unificación católica en ese inmenso país, donde el catolicismo es una minoría ante la llamada “iglesia patriótica”, dependiente del gobierno local y autónoma con respecto al papado. En la práctica, existen dos iglesias: una reconocida y condicionada por el gobierno y otra perseguida y negada que condujo a la cárcel y al martirio a muchos fieles, incluidos sacerdotes y obispos.
El silencio de Francisco ante la detención de un cardenal fue leído como falta de interés y hasta de humanidad
El silencio de Francisco ante la detención del anciano cardenal de la resistencia china frente al comunismo –así como su mutismo ante el asedio del presidente Daniel Ortega contra las iglesias– fue leído como una falta de interés y hasta de humanidad, sobre todo después de la fuerte reacción de los obispos alemanes. Sus palabras respecto de que cultiva “relaciones humanas” con el viejo alumno jesuita y heredero de la más antigua dictadura latinoamericana, Raúl Castro, preocupan. Confusamente, el Papa pareció ensalzar la revolución cubana al reconocer en ella un “un símbolo” de no se supo qué. Sus equívocas expresiones desorientan, máxime cuando los efectos de la dura represión de hace un año en la isla aún se hacen sentir y el éxodo masivo no se detiene. El temperamento del actual papa, su estilo en la toma de decisiones, sus confesas afinidades, su marcado personalismo y sus múltiples intervenciones públicas –más coyunturales que universales y tantas veces contradictorias– mechadas con tan velados como oportunos silencios, no siempre permiten evaluar con hondura gestos e intenciones. Su acercamiento al patriarca Kirill, de la Iglesia ortodoxa rusa y allegado al presidente Vladimir Putin, por caso, le ha valido también rechazos tanto en Ucrania como en parte de Occidente.
Mucho menos resulta fácil que la opinión pública de nuestro país, frecuentemente irritada con las aficiones partidarias y la injerencia política en los temas locales por parte de Jorge Bergoglio, comprenda. Demasiadas rispideces se han creado y pocas señales se avizoran de alcanzar entendimientos. No necesariamente se trataría de tomar partido en un sentido o en el otro, sino en todo caso de despejar y ampliar la mirada para tratar de entender las complejidades del panorama internacional, los desafíos de los diálogos ecuménicos e interreligiosos y las estrategias para no poner en riesgo el valor supremo de la paz y de la convivencia plural.
Con las dificultades propias de una Iglesia que afronta el creciente desinterés de buena parte de la sociedad, los laberintos de la antigua y meritoria diplomacia vaticana no han perdido vigencia. A partir del Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica dio pasos enormes y significativos, no exentos de exageraciones y errores; los signos de los tiempos fueron proféticamente advertidos por Juan XXIII y magistralmente comprendidos por Pablo VI. Pero había un abismo de siglos por superar, una ruptura entre la Iglesia y la sociedad, entre lo religioso y la cultura que llevaría décadas para solo entrever cómo afrontarlos. Un Papa en viaje penitencial a Canadá por los abusos cometidos durante años contra los indígenas avanza por la senda de romper prejuicios, moderar las condenas y animarse a dialogar, superar injusticias centenarias y no perder la brújula. No hay margen para el error ni para el condimento inadecuado cuando deberían primar la prudencia y la mesura. No es fácil hoy, cuando parece prevalecer un desinterés por la historia y una arrogante falta de perspectivas. Lo que importa es el futuro y esa es la tarea pendiente.