La voraz aspiradora sindical
De la debilidad presidencial, y ante el poder de extorsión gremial, surgen irrazonables concesiones oficiales a los popes del sindicalismo
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No hace mucho, mediante un decreto, el presidente Alberto Fernández limitó el alcance del sistema de libre elección de prestadoras de salud por parte de los trabajadores, en un fuerte gesto para garantizarse el aval sindical en el arranque de la fallida campaña para las PASO. En otras palabras, los trabajadores que se incorporen a un nuevo empleo serán cautivos durante al menos un año de la obra social de su actividad de origen, mientras que el resto de los empleados en relación de dependencia solo podrá optar una vez al año por cambiarse de prestadora médica, en lugar de efectuar traspasos ilimitados, como lo permitía la ley.
Nada debió entregar el Presidente a cambio de la esperanza de un apoyo político del gremialismo; para los sindicalistas, este decreto constituyó un monto cercano a los 4000 millones de pesos, y para los trabajadores, un nuevo avasallamiento de sus derechos y libertades, tan poco defendidas por quienes se jactan de ser sus representantes, siempre más preocupados por lo propio.
A pesar de esa concesión, la voracidad de la patria sindical no se detiene. El miércoles pasado, con el respaldo de la CGT y la CTA, el Gobierno impulsó una ley para la intervención estatal en las empresas con más de 100 trabajadores. La proyectada norma, que establece la creación obligatoria de comités mixtos para discutir las condiciones de trabajo, seguridad e higiene y cuestiones de género dentro de cada compañía, fue cuestionada desde sectores empresariales, donde se la consideró como una herramienta que solo conseguirá paralizar aún más la actividad productiva.
Las mencionadas concesiones del Gobierno al sindicalismo son apenas otro ladrillo en la pared. Una pared cada vez más alta cuya sombra cubre a todo el país, y que se extiende por fuera del gremialismo con tentáculos en el fútbol, los negocios inmobiliarios, los medios de comunicación y el turismo, entre otras actividades. También, desde luego, a empresas proveedoras de las obras sociales gremiales que son encabezadas por familiares directos o testaferros de los caciques sindicales. El caso del gremio camionero es solo un ejemplo.
El poder de los sindicatos en la Argentina se erige como caso único en el mundo. Los “teamsters” de Jimmy Hoffa, magistralmente recreado por Jack Nicholson en una memorable película, empalidecerían ante “los gordos” de la CGT. Desde que Perón, como secretario de Trabajo y Previsión del gobierno militar del general Edelmiro Farrell, se apoyara en ellos para su proyecto personal, el gremialismo local se fue transformando en un poder omnívoro que arrolla todo a su paso.
En esta línea las obras sociales son lisa y llanamente la base del poder sindical. Equivalen nada menos que al 1,5% del PBI argentino.
La ley de obras sociales sindicales del año 1968 es, curiosamente, hija de otro gobierno militar, el de Juan Carlos Onganía, que había llegado a la presidencia tras derrocar a Arturo Umberto Illia. A partir de entonces, los sindicalistas no solo manejaron las obras sociales, sino que, además, fueron designados como agentes de retención de sus recursos. Un perfecto negocio con clientes cautivos.
Las recientes medidas gubernamentales en este delicado terreno son el resultado de la combinación entre la desesperación oficial por mantener apoyos tras la debacle de las PASO y una añosa metodología extorsiva, y muchas veces violenta, encarnada por sectores sindicales especializados en hacerse de jugosas tajadas de poder, convertidas en fortunas. No poner coto a estos manejos ha hecho que, desde hace ya muchos años, tengamos dirigentes gremiales cada vez más millonarios junto a obreros cada vez más empobrecidos y con menos libertades y derechos.