La vicepresidenta y Belgrano
Lejos de utilizar la memoria del prócer para decir frases sin contenido que logran el aplauso de sus adeptos, Cristina Kirchner debería intentar imitarlo
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La vicepresidenta de la Nación ha manifestado una vez más, en el curso de una presunta celebración del Día de la Bandera que tuvo el carácter de mitin político con “pases de factura” hacia quien ocupa hoy la primera magistratura de la República, su admiración por Manuel Belgrano, sentimiento que comparte la mayoría de quienes habitan el país que el prócer contribuyó a construir con una entrega tan plena y generosa que terminó arrebatándole la vida.
Pero la señora de Kirchner, que lucía una pechera de encajes al modo de las que usaban Belgrano y sus contemporáneos, ha ido a lo largo del tiempo mucho más allá del homenaje al creador de la enseña patria, ya que lo ha incorporado al relato mendaz con que la fuerza política que comanda procura adecuar la historia a sus propios intereses.
Belgrano fue un hombre de su tiempo, no del nuestro, que vivió en circunstancias históricas completamente diversas, pero que adoptó en todo momento principios éticos y morales de carácter universal que no son, evidentemente, los que emplea el kirchnerismo en sus maniobras con el fin de hacerse del poder y convertirlo en instrumento de privilegios para los que militan en sus filas.
Por empezar, aquel joven bachiller en leyes llamado a ocupar importantes cargos en la administración española no vaciló en abandonar las perspectivas de poder y riqueza que le ofrecía su poco frecuente preparación, para volver al lejano Virreinato del Río de la Plata y trabajar por la educación y el progreso de sus habitantes, dotándolos de los instrumentos que les permitieran alcanzar su desarrollo individual y social.
Belgrano creó la bandera no con el fin de que sirviese de trapo para propagar consignas facciosas, sino con el objetivo de que envolviera generosamente a todos los argentinos
Luego, estuvo en primera fila entre los que sacudieron el régimen virreinal para crear una nueva patria y, cuando se le encomendó mandar ejércitos sin ser otra cosa que un miliciano, no dejó en otras manos sus responsabilidades, sino que las asumió en plenitud. Lejos de privilegiar su tranquilidad o de valerse del mando para rasguñar las arcas de los ejércitos que mandó, se ocupó, en el trayecto hacia sus objetivos militares, de dar del propio bolsillo para auxiliar a los desvalidos que halló a su paso.
Creó la bandera no con el fin de que sirviese de trapo para propagar consignas facciosas, sino con el objeto de que envolviera generosamente a todos los argentinos y mostrase que estaban decididos a todo para alcanzar la independencia.
Nadie dudó de su integridad, pues mostró constantemente sus manos muy limpias, y porque castigó sin vacilar la más leve muestra de corrupción en sus ejércitos. Basta con leer las memorias de sus contemporáneos para corroborar la honradez de sus acciones y la ejemplaridad con que castigó a los que no seguían las reglas de moralidad que correspondían a los soldados y ciudadanos de un país que quería ser libre y grande.
Cuando recibió premios pecuniarios importantes, los destinó a construir escuelas, y cuando ejerció funciones diplomáticas en el extranjero, no vaciló en obligar al representante oficioso del gobierno argentino a que presentara fehacientes papeles, porque no había sido claro con las fondos que le habían asignado: “He de dar cuenta al gobierno y con documentos hasta el último medio que se hubiese gastado del Estado; que además es pobre y necesita de todo recurso, y no es regular mirar con indiferencia sus intereses”, dijo en aquella ocasión.
Vivió pobre y murió pobre. Su lápida fue la tapa de una mesa de luz.
¿Se encuentra en la conducta de la segunda autoridad del Poder Ejecutivo algún gesto que se equipare a los de Belgrano, de quien dice que le hubiera gustado ser su amante? Belgrano donó los premios que le otorgó el Estado; la vicepresidenta cobra pensiones millonarias mientras habla de ayudar a los pobres; Belgrano se subordinó siempre a la ley y a la justicia, aun cuando su aplicación tortuosa lo hubiera afectado; su admiradora pretende modificar el sistema judicial de la Constitución para zafar de las causas por corrupción que se le siguen, y se vale de sus fueros legislativos para obstaculizar o postergar la aplicación de fallos.
Lejos, pues, de utilizar la memoria de Belgrano para decir frases sin contenido que logran el aplauso de sus adeptos y claramente incapaz de una introspección profunda para imitarlo, debería cuando menos no ensuciar el nombre de un patriota asociándolo al propio.