La unidad nacional no se decreta, se construye
No alcanza con declamar conceptos vaciados de contenido; urge desandar el camino de desunión para sacar al país del fondo del abismo
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Gobierno de unidad, unión nacional, llamado a la concordia. Con distintos matices, ese concepto ha estado presente en buena parte de nuestra historia. Y, las más de las veces, se ha apelado a él en vísperas de momentos fundacionales o de crisis profundas. Lo usó larga y sentidamente Manuel Belgrano en su artículo “Causas de la destrucción o de la conservación y engrandecimiento de las naciones”, publicado el 19 de mayo de 1810 en el diario Correo de Comercio, es decir, seis días antes de la Revolución de Mayo.
“La historia misma de nuestra nación, en la época que estamos corriendo, nos presenta más de una prueba de que la desunión es el origen de los males comunes en que estamos envueltos y que nos darán muchos motivos para llorarlos mientras existamos”, escribió Belgrano.
El propio Preámbulo de la Constitución nacional enumera como uno de sus objetivos “constituir la unión nacional”.
Lamentablemente, a lo largo de los tiempos, ese concepto se fue tornando abstracto. Parte de nuestra dirigencia política, sindical y empresarial se encargó de vaciarlo de contenido anteponiendo divisiones de todo tipo al verdadero esfuerzo por cristalizar los necesarios acercamientos.
Las prácticas autoritarias y excluyentes; la cerrazón frente a las ideas del adversario; la falta de capacidad para aceptar el disenso, acercar posiciones y, eventualmente, corregir el rumbo en pos de una salida concertada a problemas de índole diversa han sido la regla y no la excepción.
¿Puede resultar entonces extraño el escepticismo que se percibe en buena parte de la sociedad frente a la promesa hecha por Sergio Massa de que, si llega a la presidencia de la Nación, convocará a “un gobierno de unidad nacional”?, ¿se le debe creer así sin más a Javier Milei cuando dice que, en un eventual gobierno suyo, convocaría a sus adversarios sin importar la procedencia política, habiendo denostado a muchos de ellos, calumniándolos de manera grosera?
¿Acaso no restan los irresponsables pases de factura interna de las últimas horas entre dirigentes de la oposición con vistas al próximo balotaje? Si hubiera una real intención de forjar la unidad nacional, ¿no debería trabajarse para lograrla ya mismo?
¿Por qué habría que creer, como dijo Massa, que el domingo se murió la grieta en la Argentina si se la sigue cavando con fuerza y esmero desde casi todo el arco político y, por inevitable efecto cascada, desde parte importante de una sociedad sumida en el hartazgo y la decepción?
El 9 de julio de 2012, al conmemorarse el 196º aniversario de la Declaración de la Independencia, Cristina Kirchner convocó a la unión de los argentinos. “Unidad nacional no quiere decir que todos pensemos lo mismo. Unidad nacional es ponerse de acuerdo en las cosas básicas para que el país siga creciendo”, dijo quien más se ocupó en las dos últimas décadas de profundizar la fosa en que está dividida la sociedad, hastiada del ninguneo de su dirigencia respecto de los verdaderos problemas que la aquejan.
¿Qué respuesta recibió Fernando de la Rúa de la dirigencia política intra y extrapartidaria cuando el 22 de noviembre de 2001 –poco menos de un mes antes de su caída– convocó a un gobierno de unidad nacional, “deponiendo todo el interés mezquino y sectorial”?
Nunca en un conflicto la responsabilidad es de una sola de las partes. Como sociedad, los ciudadanos debemos estar dispuestos a exigir que se concreten esos tan demorados acuerdos y a trabajar decididamente para intentar cerrar las heridas que dejaron las sucesivas grietas, sabiendo que no será ni fácil ni inocuo y que, para lograrlo, deberemos anteponer el bienestar general al individual. Porque, si no es así, ningún llamado a la unidad tendrá posibilidades de concretarse. La unidad no se decreta, se construye a paso firme y sostenido.
En 1810, los revolucionarios de Mayo fueron conscientes de que no alcanzaba con proclamar la existencia de una nueva nación. Entendieron que la independencia, la soberanía y el afianzamiento de la unidad nacional solo podía lograrse con el esfuerzo sostenido y mancomunado de una población dispuesta a hacer sacrificios.
El camino no fue fácil ni estuvo allanado. Hubo luchas intestinas, peleas por liderazgos y sangrientos enfrentamientos entre argentinos. Pero la idea de unidad no era por entonces una abstracción. Si, aun en medio de aquellas lejanas diferencias, en algún momento llegamos a ser un país potencialmente competitivo, con crecimiento económico y niveles de educación y de salud envidiados por una porción importante del mundo, podríamos plantearnos volver a intentar aquella gesta.
No hay dudas del nocivo efecto que producen tantos años de decadencia y retroceso cultural en el más amplio sentido de la palabra. Nunca es sencillo pedir un esfuerzo más –especialmente a los que más padecen– máxime si quienes lo reclaman son los mismos que, con nefastos procederes, nos llevaron a esta situación y que nunca mostraron estar dispuestos a dar el ejemplo.
La cuestión es más que creer o no creer. Es actuar con pragmatismo y sin más demora para que la desunión no nos gane la batalla porque, como bien decía Belgrano, “es el origen de los males comunes en que estamos envueltos y que nos darán muchos motivos para llorarlos mientras existamos”.