“La única verdad es la realidad”
El continuado fracaso de las políticas populistas e intervencionistas contra las actividades agropecuarias debería hacer reflexionar a la dirigencia oficialista
Sin aprender nada de la historia, las facciones del peronismo más enconadas con el campo han retomado desde diciembre de 2019 los viejos impulsos de intervenir en las actividades agropecuarias. Podrán decir que también lo hicieron los gobiernos conservadores de la década del treinta, cuando se crearon entidades del tipo de las juntas nacionales de granos y de carnes, pero esa fue la respuesta circunstancial a una crisis de proporciones históricas y destrucción de mercados, como la que comenzó en 1929. Entre 1931 y 1934, el precio del trigo cayó el 40%; el de los arrendamientos, el 35%.
La producción agrícola se redujo en toda la línea en los dos primeros gobiernos de Juan Domingo Perón (1946-1955) como consecuencia de medidas económicas desalentadoras de la actividad. Así, se desperdiciaron los años de posguerra con sus requerimientos crecientes por alimentos y el subsiguiente desarrollo notable de la economía mundial. La acción combinada del Instituto Nacional de Promoción del Intercambio (IAPI), que monopolizaba el comercio exterior y fijaba el precio de los principales cereales, incluso en el mercado interno, y el régimen de cambios múltiples, determinó que el famoso granero del mundo de las tres primeras décadas del siglo XX pasara a ser una sombra de lo que había sido.
Hoy no damos crédito, a pesar de los antecedentes de ese populismo que ha derruido la Nación, cuando la diputada nacional Fernanda Vallejos,del Frente de Todos, declara que "exportar alimentos es una maldición para el país", pues de ese modo "los precios internos son tensionados por la dinámica internacional". El currículo oficial de esa legisladora informa, como agravante, que es graduada en Economía, en la UBA. ¿No le enseñaron en algún momento de la carrera que la naturaleza dotó a la Argentina de una de las mayores ventajas relativas que haya en el mundo para la producción de carnes y cereales, que la soja y el maíz constituyen dos de los tres primeros rubros que acarrean divisas para la Argentina, tan desprovista de inversiones externas por la falta de confianza en su gobierno y por su historia de mal pagador de deudas contraídas libremente? ¿Cómo no va a aumentar en los productores rurales, reconocidos entre los mejores del mundo, la incredulidad en la competencia de gobernantes y legisladores capaces de farfullar expresiones de las que no se sabe bien si debieran analizarse bajo la lupa de la política, la psiquiatría o la moral?
En los trabajos de especialistas encabezados por Roberto Cortés Conde, reunidos en La economía de Perón, obra magnífica de reciente publicación que seguimos en los guarismos expuestos, hay probanzas que espantan. Llevan a preguntarse por la seriedad intelectual de quienes siguen proponiendo intervenciones absurdas del Estado en el ámbito agropecuario. Véanse estas comparaciones respecto de las primeras experiencias populistas en el poder: las exportaciones de trigo argentino, que –salvo en el período extraordinario 1930-39– representaban el 25% de las exportaciones mundiales, pasaron en el período 1945-1954 al 10%; las de maíz, cayeron del 65% al 27%; las de lino, del 82% al 11%; las de carnes, del 38% al 13%. Entre 1949 y 1951 el precio interno de la carne fue del 15% de su valor internacional y el del trigo, en 1952, del 18%. Fueron los productores quienes pagaron por esa demagogia insostenible en el tiempo. De manera correlativa disminuyeron en millones las hectáreas sembradas.
Pudieron más el tesón, el sacrificio y las habilidades, casi de entidad genética de los productores argentinos como en el caso de nuestros futbolistas, para sobreponerse a tal cúmulo de adversidades orquestadas desde el Estado. Hasta debieron pasar por los años inexplicables en que el peronismo ungió, en los setenta, a un ministro de Economía que murió en el exilio sin haber renunciado a su afiliación secreta al Partido Comunista: José Gelbard.
La evolución del campo argentino desde los años ochenta ha sido admirable y destacada como tal en todo el mundo, al igual que la de sus asociados de la industria de la maquinaria agrícola. Ha llegado a posicionarse como el sector con más alto índice de productividad de la economía nacional. Como si no bastara para el Estado con medrar arbitrariamente de la fecundidad de sus innovaciones con impuestos de los que están liberados otros ámbitos productivos, el campo ha debido soportar desde fines de 2019 amenazas y normas del siguiente tenor, cuya mención es solo ejemplificativa: aumento de retenciones; depreciación de las exportaciones, por un dólar tan irreal como muchas de las tarifas de los servicios públicos; ocupación ilegal de tierras; ley sobre incendio de suelos patrocinada por el diputado Máximo Kirchner, que traba la libre disponibilidad hasta por 60 años, incluso cuando los propietarios hayan sido víctimas de hechos dolosos; suspensión de exportaciones de maíz, ahora derogada; proyecto de una senadora oficialista de recreación de la Junta Nacional de Granos, elefante burocrático que nada provechoso tendría para hacer en relación con el interés general; intento del Poder Ejecutivo de intervenir en el caso Vicentin pese a encontrarse bajo resolución judicial.
En lugar de agredir al campo, el gobierno debiera agradecerle las permanentes contribuciones a la riqueza y desarrollo nacionales, comenzando por la generación de alimentos, que alcanzan para no menos de cuatro poblaciones como la Argentina, y por exportaciones sin las cuales sería imposible abastecerse de insumos de toda índole en el exterior.
A estas alturas, los infortunios sufridos por el país a raíz del fracaso continuado de las políticas populistas, encarnizadas en particular contra el quehacer agropecuario, tendrían que haber despertado al fin algún grado de sensatez entre sus dirigentes.
¿No era que "la única verdad es la realidad", como decía el último Perón, arropándose en un apotegma de la Grecia clásica, cuando estaba de vuelta de una larga vida y arremetía contra la "juventud maravillosa", tan enamorada entonces de la caduca revolución cubana como puede estarlo hoy, ya encanecida, de la satrapía que consume a Venezuela?