La tragedia de Villa Gesell, la sociedad y el rugby
El asesinato del joven Báez Sosa es un llamado a rever nuestros comportamientos en general; pretender solamente acusar a un deporte es una mirada simplista
La irreparable pérdida de la vida del joven Fernando Báez Sosa nos interpela como sociedad. La brutalidad expuesta por los autores del homicidio deja al descubierto parte de un tejido social enfermo, carente del respeto por los más elementales principios que deben regir la convivencia social. Todo lo acontecido no es producto del azar ni tampoco puede, lamentablemente, considerarse un acto aislado, más bien otra siniestra manifestación de un proceso de degradación ciudadana que lleva muchas décadas.
La falta de respeto, una expresión peligrosamente habitual hacia quien entre nosotros ostenta la autoridad, la pérdida de valores en general y la ausencia de una debida condena a las transgresiones, por nombrar solo algunos de nuestros defectos, abonan un escenario fértil para que asome la barbarie.
Podríamos preguntarnos si la responsabilidad no es aún mayor en quienes desempeñan una función educadora, dado el peso que su conducta y mensaje adquieren para la sociedad, tanto desde un ámbito familiar como institucional. No nos cansaremos de predicar sobre el valor de los ejemplos a la hora de elevar la condición humana o contaminarla. La dirigencia política, sindical, empresarial y social, los maestros y profesores, los jueces y, por supuesto también los padres, ocupamos indiscutidamente lugares de exposición con gran influencia.
En la tragedia de Villa Gesell colisionaron muchos de los problemas crónicos de nuestra juventud, tales como los excesos en el consumo de alcohol y otras sustancias, la falta de límites y de directivas claras.
Pretender culpar a un deporte, en este caso al rugby, por lo sucedido implica adoptar una visión simplista y sesgada de tan horrorosa tragedia y nos aleja de la posibilidad de capitalizar enseñanzas, promoviendo la evitación del sincero mea culpa que todos y cada uno de nosotros deberíamos asumir.
El rugby, al igual que muchos otros deportes de equipo, es un extraordinario vehículo de integración y transmisión de edificantes valores para la vida en sociedad. La labor de la Fundación Espartanos, que promueve su práctica entre las personas privadas de la libertad, es apenas una muestra clarificadora del poder transformador de este deporte duro, de mucho contacto físico, que enaltece la amistad.
La circunstancia de que los jóvenes agresores estén relacionados de alguna manera con el rugby no debe enlodar al deporte en su conjunto. Millones de personas en el mundo, en más de 120 países, lo practican y sus jugadores son producto de la comunidad en donde se desenvuelven y no un modelo estandarizado o globalizado que permita asimilarlos a todos.
En Nueva Zelanda, por ejemplo, un país que podría decirse que "respira rugby" dada la dimensión social y cultural, casi religiosa, que allí alcanza, los índices de violencia se ubican entre los más bajos del mundo.
De todas maneras, ello no implica desconocer que también el rugby, como parte de la comunidad, deba hacer su autocrítica, procurando mejorar patrones de conducta históricos que no se condicen con los mandatos de una sociedad capaz de reconocer la necesidad de cambio y evolución. Nos referimos a algunos comportamientos que, si bien no son privativos puesto que también se dan en otros grupos, urgen ser revisados. El accionar en masa que subordina o silencia la personal respuesta individual, la defensa incluso irracional del compañero, la creencia de que cualquier pertenencia implica superioridad, las inaceptables actitudes discriminatorias cualquiera que sea su fundamento, el uso de la fuerza para resolver conflictos, entre tantos otros malos ejemplos, deben ser temas de reflexión en familias, escuelas, clubes e instituciones que nuclean a los jóvenes desde edades tempranas. Es alentador que muchos ya se estén movilizando y tomando medidas para concientizar sobre lo sucedido y prevenir otros actos de violencia tan bestiales a futuro.
El asesinato del joven Báez Sosa es un llamado a mirarnos hacia adentro como sociedad, es un grito desesperado para que todos nos hagamos cargo de la parte que nos corresponde, modificando actitudes y conductas tan dañinas como las expuestas.
Desde estas columnas nos solidarizamos con la familia de la víctima y hacemos votos para que se haga justicia y los culpables reciban la condena que se merecen. Una vez más, el valor ejemplificador de un castigo acorde será clave. No hay lugar para la impunidad ni para generalizaciones que distan de ser justas y beneficiosas.