La tragedia nicaragüense
El doble estándar aplicado por el gobierno argentino pone al desnudo una política exterior ambivalente, entre lo faccioso y la demagogia irresponsable
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El caso de Nicaragua pone en evidencia que la política exterior argentina ha quedado, como nunca en manos inexpertas, sin rumbo, sin principios y sin las más elementales pautas que la conduzcan en dirección cierta.
En menos de 48 horas, la Argentina se abstuvo de firmar con otros 26 países una declaración del Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos por la que se llamaba al gobierno de Daniel Ortega a liberar presos políticos y respetar las instituciones democráticas. Enseguida, como si hubiera, efectivamente, algo que corregir de ese entuerto, la Argentina convocó a Buenos Aires a su embajador en Managua y firmó, de nuevo con México –Estado bastante imprevisible desde que lo gobierna Andrés López Obrador– un comunicado por el que ambos se expresan atentos a la evolución de los acontecimientos en Nicaragua y promueven “inequívocamente” el pleno respeto y promoción de los derechos humanos, las libertades civiles, políticas y de expresión.
Casi instantes después en el tiempo histórico, la Argentina volvió a abstenerse con México, ahora en el Consejo de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, de acompañar un documento de 59 países de repudio a las violaciones de esos derechos en Nicaragua y de reclamo de elecciones libres. Esta iniciativa se fundó en un durísimo alegato de la titular de ese consejo y expresidenta socialista de Chile, Michelle Bachelet. La promotora de tales denuncias no podría ser más inobjetable para los abanderados a cualquier costa de las banderas de izquierda.
Es posible que el canciller Felipe Solá y el presidente Alberto Fernández no sepan hacia dónde ir y nada habría a esta altura de asombro en ese punto. Pero lo inadmisible es que un gobierno que no cesa de inmiscuirse en las situaciones internas de otras naciones –ante el fenómeno de disturbios en varias ciudades de Colombia o de comicios de resultados aún inciertos en Perú, por citar las últimas imprudencias– haga trascender que comparte las severas fundamentaciones de Bachelet contra Ortega, pero que juzga ajeno a la tradición argentina firmar documentos conjuntos de oposición a la política de un país.
Las cosas por su nombre: las críticas contra el sanguinario autócrata nicaragüense afectan la relación de la Casa Rosada y la Cancillería con los núcleos más duros del kirchnerismo. En la pulseada frecuente con la vicepresidenta y sus acólitos terminan por ceder posiciones sin medir la magnitud de los escándalos, internos y externos, que de eso se deriva. Lo hacen con la ligereza propia de quienes, al carecer de convicciones vigorosas, dejan a sus representantes en el exterior privados de instrucciones tan claras como terminantes.
Librados a su propio criterio, los embajadores argentinos ante la OEA y Nicaragua, Carlos Raimundi y Mateo Daniel Capitanich, respectivamente, constituyen un peligro para la preservación de las verdaderas tradiciones democráticas de la Argentina. Actúan mimetizándose con el eje que cruza el continente por Bolivia, Venezuela, Cuba y Nicaragua. Ambos son considerados en la política y la diplomacia nacional como embajadores “militantes”. En su carrera política, Raimundi ha adherido a un número no menor que el Presidente de agrupamientos de las más diversas tendencias, de modo que resulta difícil saber cuál ha de ser la próxima estación en que recale.
En su política exterior, por llamarla de algún modo, este gobierno menea el principio de no intervención en los asuntos de otros países de forma arbitraria, sujetándolo a las idas y venidas de sus propios intereses y no del interés nacional. Convengamos que desde la segunda mitad del siglo XX ha sido tarea ardua preservar lo mejor de una doctrina de gran arraigo en la Argentina desde Calvo y Luis María Drago. No solo por las acciones que autorizan con ciertos recaudos organizaciones como las Naciones Unidas y la OEA, sino por la supeditación en situaciones múltiples y excepcionales que se han acordado a instancias judiciales como las de la Corte Penal Internacional.
Los embajadores argentinos ante la OEA y la ONU constituyen un peligro para la preservación de las verdaderas tradiciones democráticas de nuestro país. Actúan a su propio criterio, mimetizándose con el eje que conforman Bolivia, Venezuela, Cuba y Nicaragua
En cuanto a la Argentina, ha sido tal la confusión que medios de izquierda han propendido a instaurar a raíz de la reforma constitucional de 1994, por la cual se estableció que los tratados internacionales ratificados por el Congreso tienen supremacía sobre de las leyes nacionales, que solo una oportuna intervención de la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha puesto las cosas en su lugar. Ha dicho nuestro más alto tribunal, después de vacilaciones doctrinarias en la materia, que a él corresponde, en última instancia, la valoración de constitucionalidad de cualquier norma. Dejó así a salvo el respeto por las bases históricas del Estado nación al cual mal podríamos haber renunciado.
Como bien ha dicho en nuestras páginas la poetisa nicaragüense Gioconda Belli, la diferencia entre Anastasio Somoza, el último dictador de la dinastía que se inició con su padre hace un siglo, y Daniel Ortega, es que aquel mataba a gente armada y este mata a gente desarmada. Todavía se recuerdan con amargura las escenas de los cuatro meses de 2018 en que manifestaciones encabezadas por estudiantes universitarios en varias ciudades de Nicaragua acabaron aplastadas. Quedó un saldo de 68 muertos y 500 heridos, 200 de ellos por balas de la policía y parapoliciales del equivalente de lo que fue aquí la Triple A en el gobierno peronista de los años setenta.
Ortega ha encarcelado a cuatro candidatos presidenciales de la oposición para los comicios del 7 de noviembre, en que se presentará para un cuarto mandato presidencial. La aventura romántica del sandinismo, que encabezado por Ortega puso en fuga en 1979 al presidente Somoza, concluyó hace largo tiempo. Algunos de sus principales colaboradores, entre ellos Sergio Ramírez, el escritor galardonado con el Premio Cervantes y que fue su vicepresidente entre 1985 y 1990, rompió no menos de veinte años atrás con el régimen.
A la cárcel ha ido Hugo Torres, amigo de Ortega de toda una vida y quien luchó por él cuando estaba preso de Somoza, en 1974. En prisión domiciliaria se encuentra Cristiana Chamorro, candidata presidencial e hija de Pedro Chamorro, el editor de La Prensa, asesinado por Somoza, y de Violeta Chamorro, que presidió Nicaragua en los noventa. Como siempre ocurre con esta clase de gobiernos, los perseguidos son acusados de “traición a la patria”.
En un primer paso, han hecho bien la OEA y la ONU en formular demandas públicas a Nicaragua por violaciones gravísimas de los derechos humanos y políticos de los ciudadanos. El doble estándar aplicado en estos asuntos por el gobierno argentino vuelve entretanto a poner al desnudo una política ambivalente que demuestra cuánto hay de negocio faccioso y de demagogia irresponsable aquí en el tratamiento de tan delicados temas.
Carente como en el pasado del apoyo económico de Venezuela, que apenas puede consigo misma, aislado de las democracias, con un 80 por ciento de la población que se halla privada, según el Banco Interamericano de Desarrollo, de viviendas que respondan a condiciones mínimas de habitabilidad y una economía informal de iguales proporciones, Nicaragua constituye la caricatura de los sueños que en 1979 despertó el triunfó sandinista.
No es más que la tierra arrasada por el radicalismo verbal y la egolatría del matrimonio de Daniel Ortega y Rosario Murillo, mujer que gobierna con mano de hierro tanto o más que aquel. Ambos procuran aferrarse al poder por cualquier medio, por cruento que sea. Artífices de un cuadro pavoroso del que nada hay para aprender y mucho, sí, para combatir.