La misa que falta
El Estado de Derecho requiere el anticuerpo de un sólido capital social para garantizar su perdurabilidad, sin premisas destructivas que solo infunden hostilidad y resentimiento
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Aprovechando el bullicio del atentado contra Cristina Kirchner, los militantes de La Cámpora que invitaron a una misa por la paz en la Basílica de Luján, redujeron la tipografía del mensaje de Ernesto “Che” Guevara, su numen ideológico, a la 5ª Conferencia Tricontinental, alentando a la lucha armada en América Latina, al decir: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente ante el enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal” (enero de 1966).
La Cámpora, como nombre, no evoca realmente al odontólogo de San Andrés de Giles, sino a la Tendencia Revolucionaria Peronista y, en particular, a Montoneros-FAR, brazo de la revolución cubana en la Argentina y continuador del legado del comandante muerto en 1967. Contrariando la profecía de Carlos Marx, para quien la dictadura del proletariado ocurriría al final del capitalismo avanzado, Fidel Castro y el “Che” Guevara quisieron adelantar su curso creando focos de sublevación en países en vías de desarrollo, con fusil en mano y odio en el corazón.
Basta leer la declaración del “Día del Montonero” a los 50 años del “combate de William Morris”, hito de creación del movimiento, para comprobar que, sin contrición alguna, la firmaron jefes sobrevivientes como Mario Firmenich, Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja, además de figuras del kirchnerismo como Carlos Kunkel y Camilo Vaca Narvaja. Tres meses más tarde, en un acto en la ESMA, Alberto Fernández y Cristina Kirchner aplaudieron la memoria de la agrupación con igual entusiasmo. Depusieron el fusil, pero no el odio.
Para rematar, valga la expresión, Firmenich salió en defensa de la vicepresidenta por sus causas judiciales, pronosticando una inminente guerra civil provocada por el “odio gorila” y el imperialismo yanqui. Imitó así al Che Guevara medio siglo después, pero con una indemnización millonaria cobrada por su esposa de parte del Estado nacional.
En los años 70 se idealizaba el régimen cubano como forma de conciliar igualdad con prosperidad, tomando el rudimentario modelo soviético. Ahora, visto su resultado, queda de manifiesto la locura de quienes asesinaron con metralletas y mutilaron con bombas por ocurrencias personales, irracionales e inconducentes. En materia de derechos humanos, las buenas intenciones y el “idealismo” juvenil no exculpan los crímenes del pasado y, mucho menos, a sus actuales apóstoles.
El mensaje del “Che” a la Tricontinental aconsejaba observar a Vietnam, Laos y la actual Camboya como modelos de luchas con odio para América Latina. Los tres ahora prosperan en base a un capitalismo autoritario pero educando para el progreso personal, creando empleos privados y combatiendo la pobreza no con armas, sino con mérito y esfuerzo. Cuba queda como paria internacional, pues sin el apoyo de la URSS ha sumergido a su población en la miseria, sin energía eléctrica, sin alimentos, ni medicamentos. Nunca pudo crear una sociedad igualitaria y próspera, pues ello requiere iniciativas individuales en un contexto de libertad y derechos de propiedad. Por eso, este año se ha producido la mayor emigración de cubanos de la isla en busca de libertad, techo, comida y trabajo en los Estados Unidos de América y no en Venezuela.
Solo por ignorancia o fanatismo alguien podría homenajear en pleno siglo XXI a quienes pretenden imponer sus ideas de justicia social o de verdad religiosa con fusil en mano y odio en el corazón. Desde el comienzo de la historia ha habido muchos intentos de ese tipo, que solo han provocado luto y llanto. La inquisición de Torquemada y la yihad islámica son ejemplos conocidos. En la Revolución Francesa, el odio jacobino cortó cabezas, incluso la del padre de la química moderna, Antoine de Lavoisier, pues “la revolución no necesita científicos”. Y aún quedan países que admiten la flagelación, la lapidación y la ablación genital por odio religioso. Los intentos por crear un “hombre nuevo” sin egoísmo y funcional al interés colectivo han llevado a toda clase de represiones por odio, desde el Gulag hasta el electroshock.
La virtud de Occidente ha sido la valorización de la persona humana como fin en sí misma y no sometida al imperio grupal. La modernidad introdujo la tolerancia para neutralizar el odio ante la diversidad de ideas y de credos, como lo enseñaron Spinoza, Locke y Voltaire. Su contexto institucional es el Estado de Derecho y ninguna autoridad puede disponer de la vida o los bienes de otros por su sola voluntad. La adopción universal de los derechos humanos es corolario de esos principios y no de dictaduras como en Cuba, Irán, China, Rusia o Venezuela, tan afines a la ideología camporista. Allí no rige la tolerancia, sino el odio a los disensos.
El Estado de Derecho requiere el anticuerpo de un sólido capital social para garantizar su perdurabilidad, pues la tolerancia es frágil al admitir en su seno a quienes pretenden eliminar la división de poderes, la justicia independiente y la libertad de prensa para asumir un poder autoritario, como los regímenes que violan los derechos humanos. Sin advertir que, al demoler esas garantías republicanas, quedarían expuestos a algún decreto de “aniquilación” como los dictados con odio por Isabel Perón e Ítalo Luder en 1975.
Los 50 años transcurridos desde el “combate de William Morris” sirvieron para adecuarse a los tiempos. Antes, los jóvenes “idealistas” combatían para la liberación con fusil en mano y odio en el corazón para imponer el socialismo nacional. Ahora, los no tan jóvenes de La Cámpora, sin bombas, pero con bombos, utilizan los mismos símbolos y la misma mística del odio a jueces y periodistas, con una finalidad más pedestre y lucrativa: proteger a la vicepresidenta en su causa penal por apropiarse de fondos públicos a través de mecanismos dignos de la mafia siciliana y, de paso, conservar su estructura de poder para vivir del Estado, con empleos, directorios y contratos para militantes y allegados. ¿Qué diría Ernesto Guevara de esa deriva utilitaria de sus ideales por parte del kirchnerismo? ¿A quién odiaría más el “Che”? ¿Al burgués capitalista o a quienes acumulan capitales malversando sus banderas?
Evocar a Héctor Cámpora, festejar el Día del Montonero e invitar a un diálogo por la paz es una contradicción en sí misma. Para una auténtica reconciliación, sus militantes deberían abjurar del credo guevarista y condenar el “odio como factor de lucha” antes de entrar a una basílica. Es la misa que aún falta, sin odios ni corrupción.