La Ley Bases y las nostalgias del aplauso de pie
El trámite legislativo en el Senado y la violencia vivida en las calles anticipan la reacción que tendrán ciertos sectores cuando se afecten sus privilegios
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La Ley Bases fue aprobada a duras penas en el Senado, durante una sesión en la que sobrevoló la nostalgia del aplauso de pie celebrando el default y primó el peso de una inercia populista que desguazó la norma en el recinto e intentó frenarla con violencia en la calle.
Adolfo Rodríguez Saá fue elegido presidente interino de la Nación por la Asamblea Legislativa el 23 de diciembre de 2001, luego de la renuncia de Fernando de la Rúa y de su efímero sucesor, Ramón Puerta. De la Rúa se fue en helicóptero, agobiado por los “cacerolazos” y saqueos alentados por el peronismo bonaerense, que lo obligaron a declarar el estado de sitio. El elevado déficit fiscal había provocado un enorme endeudamiento externo y la crisis de la convertibilidad que llevó al “corralito”. Rodríguez Saá intentó diseñar un plan de ajuste “light”, preservando los salarios estatales y las jubilaciones, pero no logró el apoyo de sus colegas, los gobernadores peronistas, y renunció una semana más tarde.
En su discurso inaugural, el puntano anunciaba una nueva era en la Argentina a partir de la cual “nada será igual”. Un verdadero visionario, pues todo salió peor. Lo único duradero fue la célebre suspensión del pago de la deuda externa, además de su derecho a una pensión de privilegio. “El Adolfo” ya lo había prometido: lo que ahorrase en capital e intereses, se utilizaría para mejorar las jubilaciones.
En aquel momento, la mayoría de los legisladores lo aplaudieron de pie sin prever las consecuencias que ese “default” – el más grande de la historia mundial– tendría para el futuro de la patria. Bien diferente fue la visión de Nicolás Avellaneda cuando enfrentó una grave crisis económica en 1877. Pronunció entonces su famoso mensaje al Congreso Nacional diciendo: “Los tenedores de bonos argentinos deben reposar tranquilos. La República puede estar dividida, pero no tiene sino un honor y un crédito, como solo tiene un nombre y una bandera. Hay dos millones de argentinos que economizarían hasta su hambre y su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”.
Avellaneda adhería al programa alberdiano basado en la educación común, la inmigración europea (“gobernar es poblar”) y el desarrollo de infraestructura para integrar el inmenso territorio nacional cuya consolidación realizaría su sucesor, Julio Argentino Roca. Se requería preservar el buen crédito de la República para financiarlo y para ello redujo el tamaño del Estado (por entonces, minúsculo), disminuyó sueldos y suspendió la convertibilidad del papel moneda. Al actuar con convicción, el esfuerzo fue breve y los capitales fluyeron, rindiendo frutos abundantes y duraderos.
Como señaló Félix Luna en LA NACION el 18 de julio de 2001 al referirse a las celebraciones del Centenario: “En 30 años, una nación periférica, casi sin Estado, pobre, sin moneda ni exportaciones, se había convertido en la mejor expresión de la civilización europea en América Latina”. La Argentina era el sexto país del mundo en PBI per cápita y, para muchos, pronto iba a superar a los Estados Unidos.
El 6 de enero de 2002, Eduardo Duhalde abandonó la convertibilidad. El PBI cayó fuertemente y la pobreza trepó al 55%. A partir de 2003, durante la gestión de Néstor Kirchner, gracias al aumento de precio de las commodities y el no pago de la deuda externa, el país vivió un auge de bienestar con “superávits gemelos” y crecimiento a “tasas chinas” hasta la crisis financiera de 2009.
El Presidente tiene una triple legitimidad para lograr del Congreso las herramientas necesarias para gobernar
Las cuatro gestiones kirchneristas pretendieron eludir la indispensable corrección de precios relativos distorsionados desde el salto del dólar en 2002, utilizando la emisión monetaria, el empleo público, los subsidios económicos y sociales, la estatización de empresas privatizadas, las AFJP e YPF, la ruptura de contratos, los controles de precios, de tarifas y de cambios hasta llevar la economía al borde de la hiperinflación.
La falta de inversión desalentó la creación de empleo privado, expulsando a trabajadores hacia la informalidad y el cuentapropismo. Eso redujo la cantidad de aportantes a la Anses, en forma inconsistente con el aumento de beneficiarios. A su vez, luego de tantos años de crisis, millones de personas se encontraron sin cobertura social por la discontinuidad de sus trabajos. A ello se atendió con dos moratorias sin aportes que desequilibraron aún más al sistema jubilatorio, convirtiéndose en el principal gasto del Estado.
La Argentina no tiene salida sin los cambios estructurales impedidos desde tiempo inmemorial por los intereses corporativos que la controlan. Es indispensable reducir el gasto público, bajar la presión fiscal, eliminar privilegios sindicales, regímenes especiales y mercados cautivos para achicar costos y ganar competitividad. Solo así se podrá elevar el nivel de vida de la población, sin la fantasía del “Estado presente”, verdadera fábrica de pobres. Las devaluaciones han sido subterfugios populistas para convalidar una estructura productiva no viable pero rentable para sus beneficiarios.
El programa económico de Javier Milei se encuentra ahora afectado por cambios en la reforma jubilatoria además de los recortes a la Ley Bases. El kirchnerismo tiene por objetivo repetir lo ocurrido con De la Rúa sin preocuparse por las consecuencias, en tanto el resto de la oposición se centró en obtener ventajas sectoriales o locales, como si sus beneficiarios no fuesen argentinos y pudiesen salvarse si el Titanic se hundiese.
Se señala la “hiperrecesión” que provoca el ajuste en curso, sin que se aclare cómo podría evitarse sin emitir moneda en un contexto de enorme fragilidad. En el corto plazo, la única forma de reactivar es a través del ingreso de dólares para poder eliminar el cepo, impulsar las exportaciones y alentar las inversiones. Ello requiere confianza en que la Argentina no será, nuevamente, una trampa para incautos.
Pueden llenarse páginas y páginas criticando los malos modales del Presidente, sus daños autoinfligidos, sus inútiles agravios a legisladores, periodistas y mandatarios extranjeros, sus errores de gestión y sus sorprendentes contramarchas. Pero esas críticas no cambiarán ni su estilo ni sus modales. Aunque parezca difícil, se debe separar la paja del trigo. Una cosa es criticar su estilo y sus equivocaciones y otra, bloquear las transformaciones indispensables para no naufragar.
El Presidente tiene una triple legitimidad para lograr del Congreso de la Nación las herramientas necesarias para gobernar. La primera es que la mayoría de la población lo votó, con sus “guarangadas” incluidas, para que aplique el programa que anunció en campaña. La segunda es que también los mercados votaron. El “riesgo país” bajó fuertemente al asumir Milei, subió con las trabas en el trámite parlamentario y volvió a descender en las últimas horas, luego de la aprobación por el Senado. Esa caída es fundamental para el ingreso de los capitales indispensables para reactivar la obra pública, mejorar las jubilaciones, fortalecer los ingresos y proteger a los más débiles. Y la tercera, es que el consenso de economistas identifica al exceso de gasto público como principal problema de la Argentina. Eso otorga a Milei legitimidad académica en cuanto al rumbo por seguir. Habrá discrepancias con respecto a los medios, pero no sobre los fines. Otras alternativas ya quedaron afuera el pasado 10 de diciembre. Salvo el kirchnerismo y la izquierda, nadie propone continuar emitiendo y subsidiando.
Lo ocurrido anteayer en el Senado y en las inmediaciones del Congreso anticipa la reacción que tendrán los intereses sectoriales cuando se intente suprimir sus privilegios y reducir un Estado dominado por grupos de poder. Es un desafío mayor al que enfrentó la generación del 80, pues, esta vez, no se trata de organizar, educar y cultivar venciendo las adversidades del analfabetismo y el desierto, sino de luchar contra creencias e intereses arraigados que impiden a la Argentina prosperar en “unión y libertad”, como fue el mandato de quienes fundaron la Patria.