La implosión de la coalición gobernante
La debacle electoral del domingo último desencadenó una pugna dentro del oficialismo que pone una vez más a prueba a las instituciones
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El gobierno de Alberto Fernández es en estas horas como un barco a la deriva, en medio de un mar cada vez más embravecido y donde los más peligrosos tiburones forman parte de la propia coalición gobernante. La decisión de una decena de funcionarios e integrantes del gabinete de ministros identificados con La Cámpora o pertenecientes al riñón de Cristina Kirchner de poner su renuncia a disposición del Presidente no puede interpretarse más que como un gesto tendiente a presionar al primer mandatario para forzar los cambios en su equipo de colaboradores que reclama el cristinismo, luego de la dura derrota electoral en las PASO del domingo último.
La eventual división del gabinete ministerial entre leales y críticos respecto del presidente de la Nación es el mejor indicador de la implosión de una coalición que nunca actuó como tal, porque el liderazgo de Alberto Fernández estuvo cuestionado desde un primer momento por el kirchnerismo.
Aunque fue ungido en 2019 por Cristina Kirchner como candidato presidencial y luego confirmado como jefe del Estado por el voto de la ciudadanía, Fernández fue concebido por la vicepresidenta de la Nación como una suerte de gerente, que debía estar sujeto a las órdenes de un directorio encabezado por ella como accionista mayoritaria, en su carácter de supuesta “dueña” de los votos.
Desde hace meses, Cristina Kirchner viene sosteniendo públicamente que hay “funcionarios que no funcionan”. Pero su lectura es muy parcial. En rigor, el que nunca ha funcionado es el Gobierno. En gran medida, porque el Presidente estuvo supeditado y tensionado permanentemente por los objetivos personales de su vicepresidenta, que pasan prioritariamente por la consagración de su impunidad frente a las varias causas judiciales en las que está procesada.
Tanto el apetito de Cristina Kirchner por aumentar su poder real y sus esferas de influencia en los distintos rincones de la administración pública como su desesperación por consolidar el triunfo electoral –que para ella sería el más efectivo mensaje que podría transmitirles a los distintos magistrados que deberán juzgarla– han sido claves para la sucesión de abusos desde el Gobierno que han socavado principios republicanos como la división de poderes y la independencia de la Justicia.
A poco más de 72 horas de la debacle electoral del oficialismo, hemos asistido a impiadosos ataques de dirigentes afines al más rancio kirchnerismo hacia el primer mandatario, responsabilizándolo por el abultado traspié en las urnas y exigiendo cambios en su gabinete. Más allá de los gravísimos errores de una gestión gubernamental que sumó el desafío planteado por la pandemia de coronavirus, hay que decir que ninguno de los principales referentes de la coalición oficialista quedó bien parado. Empezando por la vicepresidenta de la Nación, que no solo perdió en la provincia de Buenos Aires, junto a Axel Kicillof y su hijo Máximo, sino también en Santa Cruz, y terminando con Sergio Massa, que nada pudo hacer para evitar una derrota en su partido, Tigre.
La crisis del oficialismo se ve, de este modo, agrandada por la orfandad en que las elecciones dejaron a prácticamente todos sus principales dirigentes. Y obliga a preguntarse quién está en condiciones de arrojar la primera piedra. O, en otros términos, quién tiene la autoridad suficiente como para imponer cambios que, en el actual sistema presidencialista, son potestad del titular del Poder Ejecutivo, por más debilitado que esté.
Por ahora, pese a las ya inocultables disputas internas, se advierte una peligrosa coincidencia, al menos en los mensajes públicos del Presidente y de la dirigencia kirchnerista, en la necesidad de “profundizar la gestión”. Algo que no puede interpretarse más que como la insistencia en los errores, en recurrir con desesperación a volcar irresponsablemente en las calles y en los bolsillos de la población un dinero que no está disponible en las arcas del Estado y que solo puede salir de una mayor emisión monetaria, que agravará el problema de la inflación y que generará más pobres.
Frente a estas circunstancias, es de esperar que la política, como arte de lo posible, encuentre dentro de las instituciones de la democracia una salida racional y consensuada a este desaguisado.