La IGJ y el caso Jockey Club, síntoma de un serio problema
Resulta condenable que ciertos funcionarios se arroguen atribuciones para imponer sus criterios por sobre la ley y el derecho a la libertad de asociación
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Como hemos señalado en nuestro editorial “Un organismo fuera de control”, del 12 de agosto de 2020, la Inspección General de Justicia (IGJ) ejerce la función de registrar y fiscalizar las sociedades, asociaciones y fundaciones que se constituyen en la ciudad de Buenos Aires de una manera desorbitada. En lugar de desempeñar la competencia que tiene atribuida por la ley, dicta sus propios y extensísimos reglamentos y se inventa atribuciones que ninguna norma superior le ha dado. Entre ellas, la de exigir paridad de género en la composición de los directorios u órganos de administración, medida que existe en el mundo, pero que ha sido impuesta, no sin polémica, para determinados tipos de entidades y bajo ciertas circunstancias.
Los tribunales que tienen competencia en lo comercial y en materia contencioso-administrativa han declarado nulas esas disposiciones por carecer la IGJ de atribuciones para dictarlas, pero recientemente un tribunal de apelación en materia civil (competente para revisar las decisiones sobre asociaciones civiles) convalidó la orden que el organismo había dado al Jockey Club de Buenos Aires para incorporar mujeres como asociadas.
Por obvio que resulte, el derecho de elegir con quién asociarse presupone la libertad de no asociarse, y nada permite presumir que eso sea un ataque misógino, como disparatadamente fundamenta la IGJ
Con independencia de lo que cada quien piense sobre una institución que decide que sus miembros sean solo hombres (o mujeres, que las hay también), la sentencia se presenta como la suma de dos tendencias tan actuales como negativas. La primera: suponer de manera automática que toda elección es una exclusión y que esta, a su vez, siempre es discriminatoria. La segunda: creer que, a través de normas y decisiones, el poder público es capaz de hacer ingeniería social para revertir de manera acelerada las desigualdades y exclusiones que el gobernante de turno reputa injustas. En este caso, es inevitable asociar la medida con la condición de aristocrático que suele atribuirse al Jockey Club.
Sobre esa base, el tribunal, invocando genéricas normas y principios constitucionales y provenientes de convenciones internacionales, ha resuelto convalidar la exigencia de que un club privado incorpore mujeres.
La libertad de asociación tiene jerarquía constitucional. Por obvio que resulte, el derecho de elegir con quién asociarse presupone la libertad de no asociarse y nada permite presumir que eso sea un ataque misógino, como lo ha dicho la IGJ en sus disparatados “fundamentos”. Además, cualquier restricción que pretenda imponerse a esa garantía debe ser convalidada por una ley y, razonablemente, no por un organismo administrativo con funcionarios de tercera línea, que tiene muy modestas competencias de tipo registral.
Formar un club de hombres no es discriminar a las mujeres (además de que la primera acepción de “discriminar” es “seleccionar excluyendo”) y mucho menos atacar a las mujeres o conspirar contra los derechos de las mujeres. Es, simplemente, formar un club de hombres. Del mismo modo que ir al teatro no es discriminar a los dueños de los cines.
El estatuto del Jockey Club de Buenos Aires no indica de manera explícita que la condición de asociado esté limitada a los varones, pero ninguna duda cabe de que así es por una inveterada costumbre de sus integrantes, que así lo han interpretado. Que se sepa: no existen conflictos causados por mujeres que exigen la modificación de esa regla de asociación. Lo que no molesta a los ciudadanos ni a los asociados de ese club ni a los que no tienen interés en serlo resulta intolerable para un funcionario.
Nadie ha cuestionado, por ejemplo, la existencia de la Asociación de Mujeres Juezas, cuyo estatuto no prohíbe que sea integrada por hombres, pero que es verosímil que no tenga ninguna paridad de género entre sus miembros. De hecho, en su página en internet informa que su comité ejecutivo está integrado –comprensible y razonablemente, dados el nombre y la finalidad de la institución– solamente por mujeres. Podrá argumentarse que, justamente, se trata de una entidad de mujeres que comparten la condición de ser juezas. ¿Bastaría entonces para terminar con las exigencias de una oficina estatal que el Jockey Club modificara su estatuto e indicara que se autopercibe como “un club social y deportivo de hombres que, cuando quieren, invitan a algunas mujeres a usar sus instalaciones”?
Más allá de este caso particular, es incomprensible la decisión de mantener al frente de la IGJ a su actual titular, Ricardo Nissen, cuyas excentricidades causan enorme daño a quienes intentan constituir y gestionar sociedades (obvios vehículos de inversión y de empleo) y también entidades civiles. Tampoco se justifica que los colegios que agrupan a los profesionales que brindan servicios relacionados con la IGJ (abogados, contadores, escribanos) no exijan de inmediato una corrección de rumbo en beneficio de sus clientes.