La idoneidad en la función pública, requisito olvidado
Muchos ejemplos dan cuenta del reemplazo de una política basada en el bien común por otra sustentada en el intercambio de favores y designaciones
Entre los diversos indicadores de nuestra baja calidad institucional, aparece con evidencia la escasa preocupación de quienes gobiernan por respetar la condición de idoneidad que exige la Constitución Nacional para las designaciones en la función pública.
Cuesta creer, por citar sólo uno de los casos que más conmovieron a la opinión pública, que un personaje como Daniel Reposo, cuya incapacidad quedó demostrada cuando el Senado analizó su finalmente frustrado nombramiento como cabeza del Ministerio Público, permanezca al frente de la Sindicatura General de la Nación (Sigen).
Probablemente, su perfil constituya toda una definición acerca del modelo de funcionarios que desea tener la presidenta Cristina Fernández de Kirchner: personas carentes de méritos profesionales, pero capaces de hacer gala de genuflexos y serviles con la primera mandataria, y también de prepotencia con quienes desde el poder central se califique como enemigos del oficialismo.
El caso de José Sbattella, al frente de la Unidad de Información Financiera (UIF), es otra situación insólita de falta de idoneidad para la delicada tarea que debería tener a su cargo. Claro que poco debe importar eso en la Casa Rosada, cuando es sabido que el actual titular de aquel organismo no fue puesto allí para combatir operaciones de lavado de dinero, sino para perseguir a dirigentes opositores y empresarios poco dispuestos a mostrarse dóciles con el gobierno nacional, tanto como para proteger a funcionarios y amigos del poder sospechados. Entre la serie de escándalos que protagonizó el titular de la UIF, debe recordarse el reemplazo de técnicos especializados en lavado de dinero por familiares suyos, además de militantes del kirchnerismo sin experiencia en el área.
Martín Sabbatella también está lejos de poder ser considerado idóneo para desempeñarse como presidente de la Autoridad Federal de Servicios de Comunicación Audiovisual (Afsca). La propia ley de medios señala que los miembros del directorio de este organismo deben poseer una alta calificación profesional en comunicación social, de la que el ex intendente de Morón carece. En su currículum personal, Sabbatella tampoco acredita estudios de nivel universitario.
Llamativamente, también figura como director de la Afsca alguien que tampoco reúne las condiciones requeridas, como Ignacio Saavedra. Se trata de un militante de la agrupación ultrakirchnerista La Cámpora, en cuyo currículum sólo exhibe haber terminado sus estudios secundarios y haber realizado tareas para el Estado y para el sector privado que lo excluirían de su cargo. Es uno de los dueños de una productora de contenidos audiovisuales que fue proveedora de distintos organismos del Estado desde su creación, en 2005, y durante los tiempos en que Saavedra se desempeñó como jefe de asesores en la Secretaría de Cultura de la Nación y como subgerente de noticias de Canal 7. Además, su productora es proveedora de la empresa Telefónica, otra aparente incompatibilidad que le valió al funcionario la impugnación de su nombramiento en la Afsca.
Distintos ámbitos del sector público conquistados por La Cámpora, donde habitualmente abundan los recursos presupuestarios, también son ejemplos de numerosos aterrizajes de jóvenes militantes devenidos en funcionarios pese a carecer de antecedentes profesionales. La militancia suele reemplazar en estos casos a la idoneidad, al tiempo que es recompensada con jugosos emolumentos.
Debe lamentarse que, para no pocas áreas técnicas, se haya abandonado la posibilidad de seleccionar funcionarios mediante concursos. Sería muy loable cubrir de esa manera secretarías como la de Medio Ambiente o la de Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico (Sedronar), donde tradicionalmente han recalado funcionarios sin mayor experiencia en esas problemáticas específicas.
Algo similar viene ocurriendo en la Cancillería, donde desde hace varios años existe un llamativo empeño del Gobierno por prescindir de diplomáticos experimentados y de carrera, a expensas de la incorporación de cada vez más funcionarios provenientes de la política y, también, de jóvenes integrantes de La Cámpora.
Las Fuerzas Armadas no escapan a esta grave tendencia, dado que numerosos oficiales con probada capacidad han sido pasados a retiro por un simple parentesco con militares que prestaron tareas durante el último gobierno de facto, como si la portación de determinado apellido los convirtiera en delincuentes, mientras el general César Milani acaba de ser ascendido pese a haber sido acusado de violaciones a los derechos humanos y de un enriquecimiento ilícito.
Por supuesto que no sólo el Estado nacional ha perdido calidad institucional, eficiencia y transparencia en la función pública como consecuencia del abandono de la meritocracia. En distintos gobiernos provinciales, esto es una norma corriente. Y, sin ir más lejos, la ciudad de Buenos Aires ha dado un pésimo ejemplo en los últimos días, cuando, tras un acuerdo político entre el macrismo y el kirchnerista Frente para la Victoria, se consagró a varios legisladores de sectores que terminaban su mandato como directores en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad, del Ente Regulador de Servicios y del Ministerio Público.
Todo lo expuesto da cuenta de un cada vez más pronunciado desprecio por el servicio público, que además de desalentar a los funcionarios más profesionales, nos priva de tener en importantes cargos a los mejores, sin distinción de orígenes partidarios o de amistad. Nos aleja, en definitiva, de una forma de hacer política basada en el bien común, que es sustituida por otra sustentada en el intercambio de favores a cambio de designaciones.