La gran pandemia silenciosa
El hecho de que seis de cada diez niños argentinos sean pobres debe avergonzarnos como sociedad y forzarnos a hallar una urgente solución
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La pobreza jaquea al 36,5% de la población argentina al cabo del primer semestre de este año, aunque ese porcentaje está llamado a crecer como consecuencia del brutal aumento de la inflación, que siempre afecta a los que menos tienen.
Somos un país atravesado por una enorme injusticia social: el 65% de los chicos son pobres, según los últimos datos del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA. Y lo más preocupante es que esta realidad, que va camino a agravarse, no sea asumida y reconocida por todos como lo que debería ser: una emergencia nacional. ¿En qué momento nos acostumbramos a que seis de cada diez chicos tengan sus derechos vulnerados? ¿Por qué no estamos en alerta roja? La pobreza infantil es la pandemia silenciosa de nuestro país que nadie quiere curar.
Es llamativo que cada vez que se pierde un niño se paralice el país entero para buscarlo, se difunda la imagen de su cara en todos los medios de comunicación, las redes estallen y nadie baje la guardia hasta encontrarlo. Pero cuando millones de chicos viven en la pobreza extrema, ya no queremos mirarlos. Nos duele tanto que les damos vuelta la cara y nos desentendemos como si solo fuera responsabilidad de otro.
Ser pobre es mucho más que no tener plata. Estas familias están atravesadas por la urgencia en casi todas las áreas de su cotidianidad. Comen una vez por día, los chicos van a la escuela cuando pueden y aprenden lo mínimo, habitan viviendas muy precarias, tienen un acceso a la salud muy limitado y todo les cuesta mucho más. En estos contextos, el presente mata al futuro. No existe la planificación porque la desesperación ocupa todas las horas.
La pobreza infantil –como el Covid– también mata. Y no solo en sentido literal, como sucede con los niños que mueren por cuadros de desnutrición o deshidratación en el norte argentino. Tan afectos a los eslóganes, nos encanta decir que “en la Argentina nadie se muere de hambre”, pero solo de enero a marzo de este año murieron 45 niños de hasta 5 años en el norte de la provincia de Salta por estas causas. Imaginemos si eso se traspola al resto del país.
En muchas de las comunidades más pobres del país, a las que el proyecto Hambre de Futuro que lleva adelante la Fundación LA NACION y que se emite por LN+ logra dar visibilidad, los chicos no gritan, no cantan, no bailan, no juegan, no sonríen. Todo es silencio, Algunos, incluso, ni siquiera caminan porque no tienen fuerza ni están estimulados.
En uno de estos viajes, dimos a conocer la historia de Marta, una nena de 8 años que vivía en el monte, inmersa en el Impenetrable chaqueño. Mientras jugaba sola en un rincón, su mamá nos contó que ella no escuchaba: había sufrido algo tan básico como otitis reiterada y, como no había podido llevarla al médico o comprarle gotitas en una farmacia, se había quedado sorda. Como el de Marta, son innumerables los casos de discapacidad, enfermedades y muertes evitables en lugares donde el Estado casi no tiene presencia.
Es preciso resolver la enorme estafa educativa que se desparrama por todo nuestro territorio. La pandemia hizo estragos en los aprendizajes de los chicos, como lo muestra el caso de Ramón Moreno, un adolescente de 13 años que vive en el Barrio Industrial de Las Lomitas, en Formosa. Este año arrancó el secundario, pero no sabe leer ni restar. Hay que seguir atendiendo también a la primera infancia, dando apoyo a mujeres embarazadas y a los niños durante sus primeros 1000 días de vida.
No se puede prorrogar eternamente la fuerte inversión en infraestructura y acceso a servicios que la realidad de tantos demanda. Comunidades enteras con caminos de barro, incluso en cercanía de grandes ciudades, que los dejan totalmente aislados e imposibilitados de recibir cualquier tipo de ayuda, sin luz, sin agua potable, sin baño y sin gas. Esta inversión es también necesaria para reactivar el desarrollo local, impulsar la economía solidaria, el comercio justo y permitir que los jóvenes y las familias puedan desarrollarse en su lugar de origen sin tener que migrar a las grandes ciudades.
Desde el empresariado también hay mucho por hacer para dar trabajo a las personas que más lo necesitan, articulando con ONG cercanas a estas dolorosas realidades, con el apoyo del Estado, flexibilizando las políticas de contratación y teniendo en cuenta la complejidad de situaciones que atraviesan. Dar trabajo en blanco, con un sueldo fijo a estas familias, no solo les da una estabilidad económica, sino que ordena toda su dinámica e imprime además consecuencias positivas tangibles para todo el entorno.
El tiempo apremia. Acortar las profundas brechas sociales que dejan sin futuro a millones de chicos argentinos es indudablemente una responsabilidad de todos. Exijamos que, sin distinciones partidarias, nuestros dirigentes consensúen sin más demoras las soluciones que necesitamos. Nuestros niños no pueden esperar.