La encrucijada española
El gobierno del socialista Pedro Sánchez deberá aplicar dosis extraordinarias de audacia y habilidad para encontrar apoyos para sus medidas
España ha ejercido a lo largo de la historia una decisiva influencia en nuestra vida pública. Esa gravitación fue muy relevante durante el retorno de la democracia. La transición institucional que emprendieron los españoles después de la muerte de Francisco Franco fue una experiencia modelo para la restauración del Estado de Derecho entre nosotros, y en toda América Latina. Es en esta perspectiva que las mutaciones que están ocurriendo en la política peninsular entrañan un importante significado del otro lado del Atlántico.
El gobierno del socialista Pedro Sánchez encarna varias peculiaridades inéditas desde la sanción de la Constitución de 1978. Es el primero en llegar al cargo con una moción de censura contra Mariano Rajoy, en junio de 2018; el primero en presidir un gobierno de coalición, entre socialistas y los neocomunistas de Unidas Podemos, y el presidente del gobierno con menos apoyo parlamentario: 120 de 350 diputados. Para lograr su investidura, en segunda votación, ha necesitado sumar los votos de los 35 diputados de Unidas Podemos, de seis del Partido Nacionalista Vasco, y también conseguir las abstenciones de dos grupos abiertamente independentistas: 13 diputados de Esquerra Republicana de Cataluña y cinco de Bildu, herederos de la antigua organización terrorista ETA, cuyos crímenes siguen sin condenar.
Sánchez se convirtió en presidente con 167 votos a favor y 165 en contra. Para lograr esa victoria, debió incorporar al gobierno al neocomunismo de Podemos, pactando su programa y cinco de las 22 carteras, incluida una vicepresidencia para su líder, Pablo Iglesias. Es posible que Sánchez deba pagar un precio todavía mayor a los nacionalistas e independentistas, con exigencias que pondrán a prueba la propia supervivencia del orden constitucional y la continuidad histórica de España como nación. Los riesgos de estas novedades fueron previstos por el propio líder socialista durante la campaña electoral, cuando dijo que no podría dormir, ni con él la mayoría de los españoles, con ministros de Podemos en el gabinete.
España incorporó una administración cuyas características tienen un aire de familia con otras experiencias, entre ellas, las del actual gobierno argentino. Un ala moderada, representada por los socialistas, que retuvo el control de áreas relevantes, como la economía, la defensa o las relaciones internacionales. Y otra de un populismo radicalizado, aliada del chavismo latinoamericano, que, entre otras carteras, conquistó la de Trabajo, con la intención de revocar la reforma laboral de Rajoy, acaso la iniciativa más exitosa del ex primer ministro del Partido Popular.
Las dificultades más desafiantes de este nuevo esquema de poder tendrán su origen en la Legislatura. Además de la extrema debilidad en el Congreso, en un sistema parlamentario como el español, el margen de acción de Sánchez estará acotado también por la pertenencia a la Unión Europea.
Al presidente socialista se le ofrece una ventaja que es también un síntoma de la crisis general que vive la política en España. Su oposición está constituida por una derecha fragmentada, que carece de un programa consistente. Cuenta también con la fortaleza de una economía que está capeando las turbulencias internacionales mejor que otras europeas.
Debe reconocerse que Sánchez ha demostrado que no le faltan audacia ni habilidad en el juego corto. Pero va a necesitar dosis extraordinarias para encontrar los apoyos que requiere para cualquier medida que desee tomar. Su primer gran reto, la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, va a requerir el apoyo parlamentario de unos grupos que van a pedir compensaciones costosísimas. Ya le han avisado en público que si no cumple con lo pactado para su investidura, no sacaría adelante los presupuestos y otras leyes importantes para su programa político. Pero una escrupulosa satisfacción de las demandas de los independentistas catalanes y vascos provocaría una reacción ciudadana, especialmente de un sector de la población muy sensible a la integración española. E incluso de sectores de su propio partido, con figuras como Felipe González a la cabeza, que opondrían una resistencia capaz de debilitar aún más su posición.
El tiempo dirá si el gobierno cuenta con la destreza suficiente para mantener ese difícil equilibrio. Sobre todo, porque la situación política europea, con el Brexit y las enormes dificultades políticas e institucionales, no va a ayudar a España como lo ha hecho en otros momentos.
Lo que ocurra en España impacta directamente en la Comunidad Iberoamericana de Naciones, y especialmente en la Argentina. En el imaginario colectivo, durante cuatro décadas, han cohabitado con éxito tres elementos que siempre fueron de alta consideración por los actores políticos latinoamericanos: el proceso de la integración europea; los pactos de la Moncloa y la Constitución de 1978 como modelo de consenso, generosidad y amplitud de miras, y la abundancia y prosperidad económica que esos dos factores traían. Estos paradigmas han cambiado y muchos de los consensos que permitieron la Transición y el éxito de España se han roto. Hoy el oficialismo español ha decidido debatir todo. Cambiar el modelo, el sistema. Contra lo que fue aquella tradición reformista fundada tras la muerte de Franco, Sánchez decidió construir su poder asomándose al riesgoso camino de la revolución.